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Si bien el título del libro de Clive Scott, The Work of Literary Translation, alude al acto de traducir textos literarios, en general, la propuesta que ofrece está centrada en la traducción de textos poéticos. Esta precisión es muy necesaria porque este estudio en su conjunto evidencia dos intereses fundamentales. El primero, se refiere a un deslinde teórico que está en marcha en cada capítulo, de ahí que el lector se familiarice con las expresiones: «translation is…» y «translation is not…»; el segundo tiene que ver con la demostración del trabajo de traducción poética que el autor defiende, es decir, con una explicitación sistemática de la traducción poscolonial.

Para empezar, hay que dejar bien claro que Scott se pronuncia a favor de evidenciar la presencia activa del traductor en el texto que se ofrece a la cultura meta. Para ello lleva a cabo algunos deslindes. Por un lado, aclara que su comprensión del acto de traducir está centrada en la pragmática de la lectura, como un evento dinámico. Por ello, subraya la actividad del traductor como un lector creativo y atento a lo que el texto origen («source text», «ST») dice entre líneas o, mejor dicho, a aquello que el texto no dice pero implica o sugiere. Por ello, una de sus definiciones de traducción estipula: «translation is not about preserving the ST, but about releasing the ST’s potential volatility» (p. 8); pensar que hay un sentido que verter fielmente de una lengua a otra es una idea que Scott desea revertir, pues la considera una prisión anacrónica en un mundo que tiende a comunicarse en múltiples identidades y lenguas. Así pues, la traducción de Clive Scott no está dirigida a lectores monolingües.

Para fundamentar el concepto de trabajo («work») Scott toma la noción de esfuerzo que Derek Attridge desarrolla en The Work of Literature (Attridge 2015), quien afirma que el lector debe afanarse por acceder a la literaturidad de las obras literarias, labor paralela al esfuerzo creativo del autor. Scott toma estas coordenadas teóricas y las lleva al campo de la traducción; entonces, el traductor se presenta como un creador cuyo mayor trabajo ocurre al momento de la recepción, pues se convierte en el agente que induce al lector de la lengua meta a ejecutar un esfuerzo de lectura similar al que hace el lector del texto fuente. El énfasis está puesto en el proceso de lograr esto; se trata de la noción de translation performance: «the making of translation». Entonces, no puede privilegiarse la obra (el texto) sobre el trabajo, entendido como un proceso de ida y vuelta entre el texto-autor-lector de la lengua origen y el texto-autor-lector de la lengua meta, gracias al trabajo del traductor.

Aparte de la preferencia por el lector plurilingüe, hay otros elementos que Scott pondera. Prefiere ubicar la traducción aprovechando toda la página, pues considera que la presentación tipográfica tradicional del texto limita la expresión a la configuración de renglones, párrafos o estrofas y márgenes. En consecuencia, elige lo tabular por encima de la disposición lineal porque la noción de entradas múltiples, a manera de columnas o de cuadro sinóptico, permite dar cuenta de varios elementos de manera simultánea, lo cual supera el orden secuencial de la línea. Estos dos aspectos, la página y lo tabular, evidencian la cercanía con la estética de las Vanguardias, que se apropiaron del espacio en blanco de la página de maneras novedosas, fragmentarias y expresivas.

Posteriormente, Scott subraya el valor que debería tener lo paralingüístico en la traducción; para explicarlo, presenta detallados análisis de los aspectos fónico-fonológicos, métricos y rítmicos de los textos poéticos que elige para traducir del francés al inglés y, en menor medida, del alemán al inglés o del inglés al francés. Lo paralingüístico es de fundamental importancia porque se refiere a todos aquellos aspectos que acompañan a la lengua de manera expresiva y que se conectan con la subjetividad de los lectores, como la entonación, el tono, el ritmo, la cadencia de la lectura. Scott argumenta que el empleo convencional de los signos alfabéticos y de puntuación se queda demasiado corto para dar cuenta de estas cualidades, pues muchas se pierden en la traducción. Para hacer frente a esta carencia, crea un sistema expresivo (no ortográfico ni preceptivo) para signos como paréntesis, corchetes, repetición de letras, diagonales, signos de interrogación y exclamación, así como comas, puntos y comas, puntos suspensivos, entre otros:

We enter punctuation as a field of expressive and functional possibility, whose limits we don’t know, whose applications are shifting, whose language is by no means complete, a field, therefore, which extends visual paralanguages to include not merely vocal indicators, but indicators of psycho-states, moods, gesture, movement, posture.

p. 191

Como ejemplos de estos procedimientos, habrá que resumir las distintas intervenciones de Scott (p. 192) cuando traduce un poema de Lamartine, «Le Vallon»: en la primera versión, traslada a verso libre el verso regular alejandrino de rima consonante alterna (ABAB) y emplea toda la página tratando de mostrar las distintas perspectivas perceptuales del ritmo; posteriormente, recurre al uso expresivo de los signos de puntuación, y el primer verso presenta la siguiente disposición:

I] take.
 The nar-
 Row path////:of the
{dark} washed,
 valley--

El recuadro antes de «nar-» indica «una mancha indefinida en la percepción» (p. 193, nuestra traducción). Quizá sea éste uno de los aspectos más polémicos de la propuesta; la experiencia de la lectura en una disposición como la que sugiere el autor desestabiliza ciertos modos automáticos de respuesta, como leer muy rápido o tratar de inferir el sentido y no poner atención al ritmo del verso «Voici l’étroit sentier de l’obscure vallée:», traducido como «I take the narrow path of the dark washed valley» (pero en las dos versiones explicadas antes). Con esto, se cumple cabalmente el cometido de involucrar al lector en una escucha o vivencia, íntima, energética, sensorial y subjetiva del texto. Es bien cierto que con estos procedimientos, Scott hace eco del principio de la desautomatización, planteado por Víktor Shklovski en su ensayo de 1917, «El arte como artificio»: «los procedimientos del arte son el del extrañamiento de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción» (Shklovski 1917/2005: 73). No obstante, valdría objetar que, al no contar con un código mínimo de los nuevos sentidos expresivos de los signos empleados por el traductor, la lectura correría el riesgo de oscurecerse demasiado. Además, un buen lector de poesía (plurilingüe, como plantea Scott) trataría de estar atento a los rasgos paralingüísticos del texto y no necesitaría este código visual para acceder a esas cualidades sonoras.

Además, a menos de que el lector de la traducción cuente con una guía o glosario de símbolos, la lectura del texto poético traducido podría ofrecer más retos semióticos de los que ya por constitución genérica y por desarrollo histórico presenta. Según Michel Riffaterre, para acceder a los sentidos planteados en un poema, y transitar de una lectura literal a una poética, es necesario captar el complejo sistema de traslación de sentido supeditado a lo que el teórico llama matriz o idea central en sentido figurado que rige el texto poético para aludir, en una especie de clave cifrada, a lo no textual (o hipograma en la propuesta semiótica de Riffaterre). El lector tiene que convertir lo literal en el nuevo sentido que le plantea el poeta. Por ejemplo, a través del silencio o de la negación (escuchar el silencio), el lector está obligado a pensar por qué es posible escuchar lo que no se escucha (Riffaterre 1984: 55).

El siguiente contraste es la oposición multilingüismo frente a bilingüismo; Scott se decanta por el primero para dejar en claro que no lo concibe como una yuxtaposición de diversas lenguas, pues en el concepto de políglota se corre el riesgo de seguir atado al colonialismo. Más bien lo que plantea es un modo creativo en el cual las diferentes lenguas puedan enriquecerse entre sí. De ahí que asevere que los aprendientes de segundas lenguas tienen ciertas ventajas sobre los nativo-hablantes, tales como el desarrollar mayor sensibilidad a los sonidos de la lengua que aprenden, la apertura a la comparación y la actitud de estar siempre aprendiendo la lengua. Scott está a favor de que un traductor pueda echar mano de las diversas lenguas que sabe para traducir un texto abierto no a una lengua sino a varias. Desde el punto de vista teórico, recurre a Deleuze y Guattari para defender la capacidad que tienen los textos para ramificarse rizomáticamente (p. 36-50) y dar cuenta de múltiples voces, lenguas y culturas. Asimismo, Scott abre la puerta a la oralidad en la traducción y, en las múltiples versiones que genera para traducir un poema, anota la diversidad de voces que se acumulan al momento de leer un texto; para ello, crea un sistema tentativo de anotaciones: la voz de la glosa o vigilancia textual entre corchetes; la voz más impulsiva, la que se integral texto en tonalidades variadas entre paréntesis; la voz de «menor pedigrí textual» (nuestra traducción), la más azarosa, entre llaves (p. 95-97).

Scott plantea que el uso de todos estos signos puede cambiar según el criterio del traductor y sugiere adaptarlos a cada caso. Este procedimiento ya anticipa el siguiente tema, que es el montaje, inspirado en las artes plásticas y cinematográficas, pues el estudioso privilegia lo multimedia sobre lo verbal. Y si bien esto también puede parecer polémico porque rebasa, quizá, los límites del trabajo del traductor, ya que acepta intervenciones con caligrafía, tipografía de diversos tipos y tamaños, la técnica del goteo o dropping, el collage, la fotografía y el color, con el afán de favorecer el azar y la compenetración entre el movimiento subjetivo, los estados mentales del artista y la libertad creativa. A favor de esta propuesta podría aducirse el hecho de que en el mundo multimedia de hoy pueden encontrarse muchos ejemplos de artes integradas que han seducido a sus respectivos públicos: poemas de Baudelaire, Rimbaud, García Lorca, López Velarde, entre muchos otros, convertidos en canciones, documentales, cortos cinematográficos, pinturas, esculturas, etc. Entonces, para esos propósitos, el traductor es una figura principal que no tendría por qué limitarse al trabajo de traslación lingüística. Pero algunas de las dificultades de la traducción oceánica (término que toma de Deleuze) y transdisciplinaria que plantea Scott obligan a pensar, por una parte, que la industria editorial tendría que abrirse a esta tendencia para publicar y difundir traducciones siempre en proceso: con muchas versiones, con rasgos de heteroglosia y multilingüismo, así como con intervenciones artísticas que exigen ediciones de alta calidad, como las de los libros de arte. Por otra, el libro de Scott ofrece entre líneas un cuestionamiento del perfil del traductor literario y de su formación, así como también de las expectativas de los lectores, que tendrían que modificarse a su vez.

Por último, otra propuesta valiosa en esta obra es la noción de que un estudio de las traducciones literarias que rebase lo verbal puede ayudar a ampliar las tareas de una literatura comparada centrada en la colectividad de lectores, pues las traducciones en versiones verbales o multimedia evidencian que los lectores hacen con los textos lo que les place. De esta manera, los poemas no mueren; la masa de traducciones creativas bien puede contribuir a historiar de manera diferente la cartografía de nuestras literaturas. De la misma manera, una traducción centrada en la lectura, la apertura, la polisemia, la dispersión, lo fragmentario y múltiple reivindica el carácter creativo y artístico del traductor.