Corps de l’article

Introducción

En las primeras décadas del siglo XX nuevos modelos culturales de género hicieron su aparición ligados a cambios sociales, económicos, demográficos e ideológicos (Nash 1995)[1]. Tres asuntos centraron el debate sobre la “cuestión femenina”, el acceso de las mujeres a la educación, su incorporación al mundo laboral y la concesión de derechos políticos. La sociedad española no permaneció ajena a estas transformaciones, las mujeres accedieron en mayor número a las universidades y a las profesiones liberales, se crearon nuevos espacios para la cultura, el debate y el ocio como el Lyceum Club. El deporte femenino (Gómez Blesa 2009, 31) se normalizó gracias a iniciativas como el Club Deportivo de Barcelona. Mientras que un moderno activismo político femenino condujo a la conquista progresiva del espacio público. A la vez, la literatura ayudaba a consolidar este ideal en diferentes obras como La mujer moderna y sus derechos de Carmen de Burgos. El nuevo modelo femenino se extendía en la sociedad de los años veinte y treinta, especialmente en los núcleos urbanos (Kirkpatrick 2003, 83-84) – al igual que sucedía en Europa (un ejemplo serían las garçonnes en Francia (Bard 1998) ) o Estados Unidos – popularizándose la imagen de las mujeres modernas (Mangini 2000, 71).

La acción reivindicativa del feminismo había posibilitado este cambio, incidiendo en la configuración de las identidades colectivas femeninas alternativas al modelo tradicional. Especialmente desde la Gran Guerra, cuando el movimiento gana fuerza multiplicándose las asociaciones feministas. En los años 1917-1918 se fundan las principales organizaciones. Desde sus orígenes, el feminismo se caracterizaba por una fuerte pluralidad, fruto – como ha señalado Mary Nash – de las diferencias sociales de las mujeres que lo integraban: nivel de estudios y económico, procedencia urbana o rural, dedicación profesional liberal u obrera (Nash 1995). Esta disparidad incidió en la existencia de múltiples programas y organizaciones, destacando tres corrientes principales: la tendencia autónoma y laica, la socialista y la católica (Aguado 2008b; Matilla Quiza 2002). Una de las primeras organizaciones en aparecer fue la Unión de Mujeres Españolas (UME), de corta vida[2]. Presidida por la marquesa de Ter, Lilly Rose de Cabrera Schenrich, y bajo la dirección de la escritora María Lejárraga, entre sus miembros encontramos a otras intelectuales como Magda Donato o Carmen de Burgos. La organización, aconfesional e interclasista, pero cercana al Partido Socialista, defendía el sufragio femenino y el divorcio (Branciforte 2012). El grupo más sólido del movimiento lo constituía la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME, 1918-1936) que, conjugando un feminismo social y político, reclamaba la igualdad jurídica, económica y política (Morcillo Gómez 2012). Volcándose desde 1924 en un sufragismo más estricto (Aguado 2008b). Sus asociadas, lideradas por María Espinosa de los Monteros, eran mujeres de clase media, escritoras, maestras como María de Maeztu, abogadas como Clara Campoamor y Victoria Kent o médicas como Elisa Soriano. Poco después de su fundación lanzan al mercado editorial Mundo Femenino (1921-1936), órgano de difusión de la ANME, y medio para influir en la legislación. Aunque la publicación no se alineará con ningún partido político, desde 1932 dará un giro conservador (Perinat y Marrades 1980, 328).

En la vertiente católica, destacamos Acción Católica de la Mujer, fundada en 1919 y exponente del proceso de inclusión femenina en los modos de socialización conservadora de los años veinte (Carnero Arrabat 2011). La asociación pretende contrarrestar el feminismo laico, aunque reclamara derechos políticos para las mujeres, defendía aún un papel tradicional (Matilla Quiza 2018, 215). Esta opción del catolicismo social centrado en los problemas de la mujer será la que tenga un mayor prestigio, superando las cien mil afiliadas a finales de los años veinte. También el socialismo y el republicanismo se acercarán al feminismo a través de las Agrupaciones Femeninas, fundadas a comienzos de la pasada centuria. En ellas se integraron mujeres de las clases medias y populares, iniciando nuevas formas de acción colectiva femenina (Moral Vargas 2007). Aunque reformulan el sistema de género hegemónico, son pocas las militantes que consiguen atraerse, incluyéndolas en un segundo plano dentro de sus organizaciones. El socialismo y el republicanismo mantuvieron un discurso de género ambiguo, limitado en la igualdad de derechos para las mujeres, y que todavía desconfía de estas por su vinculación tradicional a la religión (Aguado 2010).

Un nueva identidad de género: la moderna

La mujer moderna, o al menos su representación cultural – en cine, literatura o revistas – corresponde a una joven independiente, estilizada, de pelo corto[3] y que viste a la moda. En este nuevo rol de los años veinte/treinta, la mujer – normalmente de clase media/alta – tiene estudios y desarrolla una carrera profesional. Practica deportes, especialmente tenis o natación, ahora que el ejercicio físico empieza a considerarse una actividad saludable, e incluso recomendable para las mujeres. La “moderna” participa de las últimas tendencias culturales, y tiene un comportamiento social nuevo, frecuenta compañías masculinas, acude a conferencias, bailes, fuma o consume alcohol. Nuevas costumbres que se plasman en la literatura y la pintura a través de figuras femeninas de gran autonomía (Gas Barrachina 2018, 66). La moderna constituía un referente femenino transgresor que desafiaba los límites tradicionales de la feminidad al acceder a espacios ajenos hasta ese momento, aspirar a una carrera profesional o en sus comportamientos personales o estéticos (Aresti 2007). Precisamente, el cambio de comportamiento y en el vestir será objeto de duras críticas desde los sectores más conservadores[4], que califican las nuevas modas de “extranjerizantes”, fruto de la influencia del cinematógrafo que “ha desmoralizado a la mujer” con nefastas consecuencias: “disminución alarmante de la natalidad, destrucción creciente de hogares, orfandad de hijos por la separación de los padres (la cifra es ya de 200.000 niños anualmente), vagancia y delincuencia juveniles, criminalidad femenina y desenlaces trágicos de la camaradería entre los dos sexos”[5].

En España, las intelectuales de las generaciones del 14 y del 27 encarnaron el modelo de las modernas. Muchas de ellas habían cursado estudios superiores y ejercían una profesión liberal. Defendieron la independencia femenina, desafiando el discurso de la domesticidad, y manifestando una profunda conciencia social que acompañaron de una militancia feminista y política. La generación del 14, a la que pertenecen María de Maeztu, Clara Campoamor, Victoria Kent o Margarita Nelken, fue la primera que se incorporó al espacio público, en las profesiones liberales, en la Universidad, en la abogacía, en la enseñanza, incluso en la gestión pública del país. Son las mujeres que dieron esplendor a la Residencia de Señoritas o al Lyceum Club. La generación del 27 irrumpió con fuerza en el arte y los movimientos vanguardistas de la época, como demuestra el trabajo de las escritoras María Teresa León o Rosa Chacel. Algunas, como Maruja Mallo y Concha Méndez, encarnan incluso el modelo de flâneuse, en esa mezcla de liberación y transgresión (Gómez Blesa 2009, 165). Todas ellas se convirtieron en referentes para las mujeres progresistas, reconocido el trabajo que hacían, su presencia pública era notoria. Los medidos de comunicación les dedicaron numerosos reportajes e integraron sus firmas en las revistas culturales y periódicos más importantes del momento. El Sol contaba con las colaboraciones habituales de Isabel Oyarzábal o Carmen de Icaza (Servén Díez, s. f.)[6].

Aunque la sociedad estuviera inmersa en un proceso de cambio, las presiones que pretendieron encauzar a las jóvenes a un desempeño doméstico fueron muchas. A pesar de su éxito, estas “nuevas mujeres” también convivieron con la incomprensión familiar. La modernidad e independencia que anhelaban chocaba, en muchos casos, con las restricciones y presiones de su entorno, que reclamaba de ellas el desempeño de un papel tradicional y, en ocasiones, fueron numerosos los obstáculos a su formación intelectual. La escritora Concha Méndez ha relatado cómo su familia le prohibió leer libros o prensa acabada la etapa estudiantil a los 14 años, y también la violenta reacción de su madre cuando tuvo noticia de la asistencia ocasional de Méndez a la Universidad (Gómez Blesa 2009, 154). Igualmente debieron enfrentarse a la condescendencia, el desdén o la oposición de sus colegas masculinos, dependiendo su acceso al mundo de la intelectualidad de su relación o “tutela” con algunos de ellos, independientemente del talento brillante de estas mujeres (Alonso Valero 2005). Además, las modernas ideas sobre género debieron enfrentarse al pensamiento tradicional que relega a la mujer al ámbito doméstico y a las teorías científicas que amparadas en la biología ayudaron a prolongar una actitud misógina en buena parte de la sociedad (Kirkpatrick 2003, 83-84).

La mujer moderna en las revistas: educación, trabajo y participación política

La sociedad decimonónica había asistido al nacimiento de la prensa femenina española[7], pero en los años veinte el número de estas publicaciones aumentó considerablemente (Roig 1977; Sainz García y Cruz Seoane 1983). Los editores descubrieron el potencial consumidor de las mujeres burguesas, a las que ofrecieron un mercado de lectura afín en las revistas femeninas (Correa Ramón 2006). La gran vitalidad del feminismo en estos momentos también impulsó el crecimiento de las publicaciones, convirtiéndose en vía de difusión de su ideario. De hecho, en 1915 aparece en España la primera revista autocalificada de feminista, la valenciana Redención (Aguado 2008b). Ese mismo año, en la revista ilustrada Blanco y Negro, María Lejárraga iniciaba su sección “La Mujer Moderna”, un llamamiento a las mujeres a comprometerse con la causa feminista. Los consejos que proporcionaba pretendían ofrecer un nuevo referente a las lectoras: la mujer cultivada, moderna y feliz (Luengo López 2016). Años después, estos artículos serían recopilados y publicados como una obra monográfica bajo el mismo título.

Las publicaciones destinadas al público femenino son un elemento de análisis especialmente interesante. A través de sus artículos consolidan modelos de género concretos, influyen en la opinión pública y son un medio muy eficaz para normalizar el acceso femenino a ámbitos sociales antes vedados. En este sentido, las revistas, junto al asociacionismo y los espacios culturales femeninos – como el Lyceum Club – funcionaron como agentes del cambio social característico de los años treinta (Eiroa 2015).

A pesar de los esfuerzos por llevar a la sociedad los debates en torno a la “cuestión femenina”, las apariciones y menciones públicas en la prensa fueron escasas hasta la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), cuando las mujeres adquirieron una nueva visibilidad social, acentuada con posterioridad en la República (Bussy Genevois 2017, 264). En la etapa dictatorial iniciaba su andadura Estampa (1928), revista gráfica y literaria de actualidad que, si bien no estaba destinada exclusivamente al público femenino, se ocupaba de cuestiones relacionadas con los avances de la mujer. Ahora también hacía su aparición la revista primorriverista Mujeres Españolas (1929-1931). Desde una perspectiva conservadora, la publicación defiende un feminismo de elite y patriótico (Perinat y Marrades 1980, 328), ligado a los valores familiares[8].

La etapa de mayor dinamismo llegaría con la Segunda República (1931-1936), cuando la igualdad legal de la mujer se convirtió en una realidad, consolidándose su presencia en la esfera pública. Durante el quinquenio republicano las publicaciones femeninas se polarizaron en el espectro político de las izquierdas y derechas. Incluyendo sus extremos. Días antes de la convocatoria a Cortes constituyentes nacía en Madrid la revista Mujer, cuya tirada duró escasos meses, pero que contó con la colaboración de escritoras de la talla de Concha Espina, Margarita Nelken o la periodista Carmen de Burgos, entre otras (Ramírez Gómez 2000, 273). Algunas de sus secciones fijas como La Mujer en la literatura, La Mujer y la Política, La Mujer en la Historia, o La Mujer en el extranjero (Galán Quintanilla 1980, 484) buscaban revalorizar el papel social, cultural y político de las mujeres.

En el ámbito de la extrema derecha encontramos diversas publicaciones. La revista Aspiraciones – fundada por Carmen Fernández de Lara con el beneplácito de Ángel Herrera Oria – estaba ligada a la organización homónima. Afín a Acción Popular, sobre todo a sus sectores más católicos, nacía en el momento de la reorganización de la prensa católica. Bajo el lema “Defenderemos, hasta morir si es preciso, la Religión y la Patria”, la publicación se caracterizaba por un discurso agresivo, que se radicalizó y se volvió más violento con el tiempo atacando la República – defendió el intento de golpe de Estado de 1932 –, el comunismo o a los judíos (Bussy Genevois 1990)[9].

En 1932 nacía la revista Ellas. Semanario de las mujeres españolas, bajo la dirección de José María Pemán. Un año antes, Pemán, junto a Ángel Herrara Oria había fundado la asociación femenina de Acción Nacional en Madrid. La publicación tuvo una amplia difusión entre las mujeres de clase media, pero su intención trascendía el entretenimiento cultural femenino y, con seguridad, la lectura de la revista se extendía a todo el ámbito familiar (Bussy Genevois 1986). La revista destinaba la mayor parte de sus páginas a cuestiones políticas o religiosas, como reflejan los diversos editoriales y reportajes centrados en acontecimientos políticos del momento, y las entrevistas a mujeres y hombres de los ambientes más conservadores y reaccionarios del país[10]. Su actividad supone un ataque directo contra el gobierno republicano, coincidiendo con la estrategia de “acoso y derribo” de buena parte de la prensa católica y monárquica. El objetivo de esta revista, como ha señalado Bussy era crear un clima favorable al golpe de Estado de 1932, fomentando las asociaciones de mujeres de la aristocracia y burguesía contrarias al régimen republicano y a su política en materia religiosa, y que eran defensoras del regreso de Alfonso XIII o de una dictadura militar (Bussy Genevois 2005b, 196). La censura, salvo en la campaña electoral, apenas presta atención a esta revista, que es utilizada como apoyo a la prensa derechista, en ocasiones prohibida. Sus páginas reunieron al más amplio espectro de la derecha antiparlamentaria nacional (Ortega López 2011). Los políticos alfonsinos, cedistas, carlistas y falangistas utilizarían la revista para influir en las elecciones, a la vez que sirvió para depurar el discurso nacionalcatólico que se había asentado desde la Dictadura de Primo de Rivera en buena parte de la sociedad (Quiroga Fernández 2006).

Desde la órbita comunista, encontramos el caso de Nosotras (1931-1933), con Carlota O’Neill al frente, o la revista Mujeres, vinculada a la organización Mujeres Antifascistas y al PCE, estando al frente de la misma Dolores Ibárruri. En el contexto de la guerra civil aparecerá Emancipación (1937) vinculada al POUM y Mujeres Libres (1936), órgano de expresión de la misma organización, en la que publican Lucía Sanchez Saornil, Mercedes Comaposada y Amparo Poch (Checa Godoy 1989, 145), y que puede considerarse un ejemplo de prensa anarcosindicalista.

Las revistas no ofrecen un enfoque unívoco sobre los avances en materia de género, mostrando diferentes posicionamientos respecto al feminismo, la formación intelectual, la incorporación al mercado laboral o su intervención en la política, intensificándose el debate en torno a este último aspecto durante la Segunda República.

La formación intelectual de las mujeres y su incorporación al mundo laboral es uno de los elementos claves que caracterizan a la nueva mujer. El debate nacional sobre la “cuestión femenina”, iniciado en el siglo XIX, estuvo dominado por las discusiones sobre el derecho a la educación (Morcillo Gómez 2012), mezclándose las posturas en torno a la capacidad intelectual de las mujeres, los peligros de la convivencia con los hombres en las aulas, y las cortapisas para el desarrollo de una actividad laboral, aun en posesión de la correspondiente titulación. La sociedad decimonónica contempló a las primeras mujeres que accedieron a la universidad a finales de la centuria, ejerciendo muchas de ellas una carrera profesional que superaba los cánones de la época. Sin embargo, esta situación derivó en una normativa restrictiva que no desapareció hasta 1910, cuando las mujeres pudieron matricularse libremente en las universidades españolas, y se abría la posibilidad de su ingreso a los cuerpos funcionariales que requerían de estudios superiores, cuerpos docentes de Institutos y Universidades, pero también a las plazas de bibliotecas, archivos o museos (Flecha 1996). El éxito de esta medida permitió la fundación de la primera residencia universitaria en Madrid en 1914, y la apertura, un año después, de la Residencia de Señoritas (Vázquez Ramil 2012). En el curso 1919/1920 las primeras universitarias becadas por la Junta de Ampliación de Estudios viajaban a Francia, Alemania y Estados Unidos para completar su formación (Lemus López 2019). Sin embargo, las universitarias eran una minoría – de clase medida, por lo general – y no todas contaron con el beneplácito de su entorno.

Las revistas dieron una amplía cobertura a las mujeres universitarias – ejemplo de modernas por excelencia – en sus actividades diarias o celebrando el asociacionismo de las estudiantes[11]. Las universitarias serán una constante en las páginas de Estampa, bien sea a través del reportaje dedicado a las más de 100 alumnas de Medicina en Madrid[12], preguntándose si “¿Llegarán las mujeres a monopolizar la carrera de Farmacia?”[13], entrevistando a las nuevas licenciadas de la Universidad Central, especialmente abogadas y médicas[14], o dando espacio al deporte femenino universitario[15]. Incluso protagonizaron una de sus portadas, si bien en este caso su presencia se aborda con cierta frivolidad al considerar que las estudiantes “ponen la nota graciosa” al regreso a las aulas y harán “menos penosos los libros y las clases a sus compañeros”[16].

Las mayoría de publicaciones coinciden en lo beneficioso de elevar el nivel cultural de las mujeres, pero varía su enfoque concreto. Sobre todo en una cuestión que durante mucho tiempo había lastrado la formación femenina: la convivencia con hombres en las aulas. En 1929, Mujeres Españolas daba la bienvenida a la apertura de Institutos Femeninos, considerando la medida una gran oportunidad de acceso a la Universidad para aquellas jóvenes cuyas madres “educadas en el antiguo régimen […] juzgan peligrosa la educación en común de niños y niñas”. La defensa constante de la educación llevó a Mujeres Españolas a fundar un centro propio dedicado a la formación profesional femenina, el Instituto de Orientación Burocrática, presidido por la Infanta Beatriz de Borbón. Aunque la revista mantiene una postura avanzada, su discurso aún está dominado por el modelo tradicional de mujer, por lo que sostendrán que el papel de madre – esposa entraña una “misión […] aun más sagrada y necesaria que […] la vida pública”[17]. En ese sentido, una de las grandes preocupaciones por el cambio de rol de las mujeres es la pérdida de su feminidad, por lo que algunas publicaciones se vieron en la obligación de dedicar unas líneas a demostrar que las jóvenes estudiantes no se masculinizan[18].

Ellas insistirá en la necesidad de una educación diferenciada por sexos, ya que es un “error pretender que la formación femenina se haga sobre los mismos moldes y patrones que la del hombre”, pues la función de “la mujer en la vida social y doméstica no es la del hombre […] se tiende a que la mujer, sin quedar excluida de la alta cultura, conserve, cultive su feminidad, y de este modo se prepare para su excelsa misión de madre”[19]. Niegan que la formación superior de las mujeres pueda desarrollarse en régimen de coeducación, y recuerdan a los lectores la existencia de diversas instituciones que atienden la formación superior para aquellas familias “que no quieren, con razón, que (sus hijas) acudan a las Universidades que frecuentan los hombres”[20]. Es por ello por lo que recomendarán instituciones como el Liceo Católico Femenino, fundado en 1934 para hacer frente a las obras de la Institución Libre de Enseñanza y con un predomino de la formación religiosa. Esta recomendación se enmarca en la campaña iniciada en los sectores católicos para combatir las reformas educativas del gobierno republicano, especialmente las relacionadas con la enseñanza laica y mixta. Desde estos sectores diseñaron todo un lote de estrategias para subvertir la normativa, especialmente después de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas de 1933, que pretendía sustraer la docencia a las órdenes religiosas.

La consecuencia lógica de la formación de las mujeres era su acceso al mundo laboral. El tradicional rechazo al trabajo femenino mostrado en los sectores tradicionales de la sociedad – a pesar de haber existido siempre – fue perdiendo virulencia en las primeras décadas del siglo XX. Entre los motivos de este cambio podemos señalar la superioridad numérica de las mujeres, el descenso de la nupcialidad – aumentando el número de solteras que debían mantenerse por sí mismas – y la pérdida de poder adquisitivo de la clase media y baja, lo que obligó a muchas familias a complementar sus ingresos con el trabajo femenino. Cuando la economía española necesitó esta mano de obra, se inició un cambio de mentalidad en la percepción de la mujer trabajadora. Paralelamente la sociedad comenzaba una redefinición de los espacios públicos y privados, y la función de la mujer en los mismos. Se feminizaron determinadas profesiones, como el magisterio y la enfermería, convirtiendo las mismas en carreras adecuadas a la condición social e identidad de las mujeres. La incorporación de estas a las profesiones tradicionalmente desempeñadas por hombres despertó una enorme curiosidad, y serán frecuentes las entrevistas a féminas profesionales, especialmente del campo del derecho o la medicina. Como la dedicada en Estampa a la cirujana María del Monte con motivo del banquete homenaje del Lyceum Club por el éxito obtenido en una difícil intervención quirúrgica[21], o a la médica Elisa Soriano[22]. En general, el tratamiento dado a estas profesionales aporta una visión muy positiva del trabajo femenino, alentando a imitar este camino en reportajes como “Las abogados de España están contentas de su profesión”, en el que animan a las mujeres a estudiar Derecho[23], siguiendo el modelo de Matilde Huici, Clara Campoamor y Victoria Kent.

Otras publicaciones repiten este esquema. Así la sección Siluetas femeninas, de la revista Mujeres Españolas, busca el mismo objetivo cuando entrevista a Cecilia García de Cosa, la primera mujer que obtuvo el puesto de médico de la marina Civil, junto a Elisa Soriano[24]. Sin embargo, los discursos ofrecidos traslucen algunos de los tópicos del momento. A la doctora del Monte le preguntarán si no experimenta miedo “al rajar y cortar a troche y moche”, y el periodista manifiesta su dificultad para imaginar a “esta mujer, de dulce sonrisa, empuñando en la mano esos terribles instrumentos de metal”. Dándose incluso una cierta infantilización al describir a la cirujana como una mujer con “un aire encantador de colegiala tímida”[25]. Las mujeres son conscientes de las limitaciones profesionales impuestas que deben enfrentar a causa de su género. Así, una estudiante de medicina que desea ser internista desecha esta idea “por eso de que nosotras tenemos que dedicarnos a algo que esté en armonía con nuestra condición de mujeres”, considerando más probable su especialización en pediatría[26]. A pesar de las dificultades que tuvieron que afrontar a lo largo de su carrera, estas profesionales se sienten orgullosas “de haber preparado el camino a las que vienen detrás”[27]. El miedo a la pérdida de la feminidad en las mujeres trabajadoras – asociada a rasgos como la modestia, la coquetería o el romanticismo – es también una constante de la época, y queda reflejado en los discursos de las revistas. La primera abogada de Zaragoza, Sara Maynar, es descrita como una mujer “sencilla, franca, sin alardes varoniles, con una clara compresión de sus posibilidades y limitaciones”[28].

El debate en torno al trabajo femenino se movía entre su idoneidad, el peligro que podía suponer para la estabilidad familiar y social, y si debía ser en igualdad de condiciones que el masculino. Los sectores más conservadores presentan la actividad laboral de las mujeres como mero complemento a la economía familiar (cuando no es posible evitarlo) insistiendo en el destino natural de la mujer: formar una familia. Así, Ellas defiende el rol tradicional de madre para la mujer casada, que debe renunciar a una vida profesional. Como resume la propagandista zaragozana, y militante de Acción Nacional, Juana Salas de Jiménez: “es un mal que la mujer casada trabaje; mal para ella, mal para su marido y peor para sus hijos”[29]. La revista va a fomentar un modelo conservador de mujer, con dedicaciones diferenciadas de las masculinas, argumentando que “no es la mujer inferior ni superior al hombre – pasaron ya los tiempos de esas discusiones –, pero no es igual, y, por tanto, no pueden ser idénticos sus obligaciones y sus privilegios. El acierto estará en que hembra y varón perfeccionen sus propias y genuinas cualidades y trabajen, cada uno en su especial sector y con sus características esenciales”[30].

El tercer aspecto que define a la mujer moderna es la conciencia de sus derechos como ciudadana, consecuencia, para muchos sectores del feminismo, de la progresiva presencia femenina en Universidades y funciones públicas[31]. La nueva generación de estudiantes de los años veinte había desarrollado una cultura propia, caracterizada por un renovado interés por la política, el papel de la mujer en la sociedad o la defensa del divorcio (Ben-Ami 1979). Las grandes defensoras de los derechos de las mujeres que encontraremos en las Cortes Republicanas habían pasado por la Universidad.

El despertar político de las mujeres ayudó a configurar, en las primeras décadas del siglo XX, nuevas identidades políticas femeninas, cuyas propuestas y discursos pueden analizarse a través de la prensa. Si bien, el sufragismo en España había tenido menor arraigo (Fagoaga 1985) que el feminismo social – debido al peso del discurso de la domesticidad –, el núcleo del debate era el derecho al voto, del que se había apartado sistemáticamente a las mujeres (Aresti 2012a). Sin embargo, a la altura de la Gran Guerra se empezará a reclamar con más fuerza. En ese momento el socialismo ya demandaba explícitamente el sufragio femenino – aunque la prioridad concedida a este asunto variaba – atrayendo a numerosas intelectuales feministas a sus filas. La Liga Española para el Progreso de la Mujer elevó, en 1920, la primera propuesta de solicitud del voto femenino al Congreso. Un año después, la Cruzada de Mujeres Españolas retomaba la estrategia de remitir una petición – avalada por firmas de todo el país – a las Cortes, solicitando la igualdad de derechos entre hombres y mujeres en materia de derechos civiles y políticos (Moral Vargas 2009).

Una mayor proyección social y política coincidió con la Dictadura de Primo de Rivera, época de concesiones aparentes en los derechos femeninos (Scanlon 1976, 261), con medidas como el sufragio universal municipal o la inclusión de mujeres en la Asamblea Nacional Consultiva. Aunque el régimen había procedido a una instrumentalización de las mujeres de derechas, muchas españolas vieron reconocidos en estos gestos su autonomía y capacidad política y social, lo que explica el entusiasmo en algunos sectores por la figura del dictador (Bussy Genevois 2017, 319). También fueron numerosas las críticas – entre otras cuestiones, por lo limitado del proyecto del voto femenino, como manifiestan Mundo Femenino o La voz de la mujer[32] – y la oposición frontal de muchas demócratas (Gómez Blesa 2009, 126-27).

La lucha por los derechos políticos de las mujeres tendrá su reflejo en la campaña iniciada en algunas revistas femeninas. Mujeres Españolas lanzaba desde sus orígenes un llamamiento a la participación política femenina para “resolver las cuestiones relativas a la cultura, progreso y bienestar de la mujer”[33]. Siendo conscientes de la hilaridad que provocaba esta propuesta en los sectores más reacios, enfrentaron esta postura recordando la capacidad de la mujer para sanear la política del país[34]. Firmes defensoras del sufragio femenino, continúan la campaña a su favor, en 1931, con una encuesta sobre el voto femenino a diversos personajes famosos[35]. Su convencimiento de la necesidad de atraer a las mujeres a la arena política les había llevado incluso, en 1929, a presentar una formación política propia, en un acto que cuenta con la presidenta de Acción Femenina, Carmen Karr, y el apoyo de sindicatos femeninos[36].

La Segunda República intensificó el debate, permitiendo desarrollar una nueva conciencia femenina y, por lo tanto, una identidad de género específica que implicaba la práctica política (Aguado 2008a). La controversia sobre el voto de la mujer en las Cortes puso de relieve el límite del “feminismo” de muchos parlamentarios. La pervivencia de la división tradicional de roles fue manifiesta al plantearse que el voto de la mujer alteraba la paz de los hogares. Y estos límites también se aprecian en los sectores más progresistas, que pretenden negar la ciudadanía activa a todas las mujeres por miedo a las consecuencias del voto femenino conservador, pero no cuestionan imponer estas limitaciones a los hombres (Ripa 2002). En esta coyuntura, las revistas femeninas entablan un diálogo paralelo al foro parlamentario, respondiendo a los argumentos ofrecidos por los diputados, en una interpelación directa recordando que “no hay razón, no puede haberla legal ni moralmente, para negarla(s) su participación en la vida pública, cuando como el que más, sufre sus consecuencias”[37].

Conquistado el derecho al voto, el siguiente paso era que las mujeres se integraran en las organizaciones políticas. Tarea a la que se entregaron todos los partidos, conscientes del valor que adquiría ahora la mujer convertida en sujeto político. El nuevo régimen se presentó como el mayor aliado en la lucha por los derechos de las mujeres, y se llevaron a cabo grandes esfuerzos para atraerse su apoyo. Las más destacadas intelectuales y feministas del momento, como las ya mencionadas Clara Campoamor o Carmen de Burgos, militaron en los grandes partidos republicanos. Victoria Kent confesaba a Josefina Carabias que las mujeres habían trabajado por la República y el nuevo régimen no iba a negarlas los derechos que en otros países ya habían conquistado (Carabias 1997). A su vez, las mujeres conservadoras, que habían encontrado en la Dictadura de Primo de Rivera un espacio de afirmación, buscaron en esta nueva etapa asegurar su emancipación y un espacio político propio (Bussy Genevois 2005a). Los católicos llevaron a cabo una efectiva tarea en la constitución de grupos políticos de mujeres, con más éxito que los sectores de izquierdas. Su identidad colectiva como católicas era el germen de su identidad política. La defensa de los pilares católicos las llevó a la política, en una defensa de la familia, la religión y la patria, a la que hemos aludido. Muchas de las que militaron en los partidos de derechas provenían de Acción Católica, donde habían adquirido experiencia en los mecanismos de acción colectiva, aplicando los mismos con útiles resultados en su desarrollo político. Este esfuerzo organizativo rindió frutos: en 1933, el 45 por ciento de la membresía total de Acción Popular en Madrid era femenina, y en muchas áreas excedía el 50 por ciento (Pierce 2010).

Sin embargo, el enfoque de esta participación no fue uniforme. Desde las revistas más conservadoras – incluso reaccionarias – se recuerda a las mujeres que se trata de algo coyuntural. Un buen ejemplo es la revista Ellas, en la que Teresa Luzzatti (militante de Acción Católica de la Mujer y de Acción Nacional) expresará este pensamiento: la participación política de la mujer responde a la grave situación que vive el país desde la proclamación de la Segunda República. No se trata de reivindicar un derecho – la ciudadanía activa – que pertenece a las mujeres, sino de emplearlo para frenar las reformas contrarias a sus más firmes convicciones. Singularmente en cuestiones educativas o familiares en las que se sienten atacadas, como puede ser el tema del divorcio. En lo referente a este último punto mostraron una notable movilización en contra, recogiendo firmas de rechazo[38] o preparando desde diversas organizaciones conferencias sobre el tema[39].

Pero está en juego también la contraposición de modelos de género. En este sentido, la participación política de las mujeres conservadoras obedece a la necesaria tarea de contrarrestar a las de izquierdas que “toman parte activa en esta revolución que amenaza con arrollar entre sus aguas cenagosas hasta la última piedra de nuestros hogares”. Es la afirmación de una voz propia, diferenciada de “las que pretenden en el Parlamento ser las representantes de la mujer española”. El bronco discurso de Luzzatti alcanza el desprecio al referirse a las militantes de izquierdas que “pasearon su impudor por las calles de Madrid en aquellos repugnantes camiones rebosantes de carne humana”[40], en referencia al día de la proclamación de la República cuando las mujeres también participaron de las celebraciones y tomaron las calles (Ruiz Franco 2006).

Como apuntamos, en estos sectores la intervención de las mujeres en política no es deseable pero sí necesaria y, desde esta premisa, van a tratar de orientar a los “grupos femeninos” de los partidos, evitando las agrupaciones femeninas unilaterales. Si a los hombres corresponde “la dirección y el nervio” de los partidos, a ellas reservan la organización económica y un papel como propagandistas[41]. La constitución de estas agrupaciones en los partidos es de vital importancia, y por ello, Pilar Velasco (secretaria de Acción Nacional) dedica una serie de artículos para instruir a las lectoras en la forma correcta de fundar dichas agrupaciones. Recomendando que sean lideradas por mujeres distinguidas por su participación en Congregaciones piadosas, actividades culturales o en Acción Católica[42].

A las mujeres conservadoras se las conmina a actuar no en calidad de políticos profesionales, sino como católicas y patriotas[43] que no deben “abandonar el arma poderosa del voto en manos de (sus) enemigos”[44]. Algunos incluso consideran que el voto femenino actuará como un “bálsamo y un desinfectante”[45]. Pero la movilización en el ámbito conservador encontrará un obstáculo fruto del modelo tradicional de mujer y de familia que defienden: la falta de independencia femenina, sobre todo en las mujeres casadas. Desde esta óptica, entregarse por completo a la política, “no es compatible con la dirección de un hogar”[46]. Y existe una dificultad añadida, la diferencia ideológica entre los esposos puede generar problemas en el matrimonio. En estos casos, recomiendan a las mujeres abstenerse de intervenir en política, pues “los derechos políticos que la nueva Constitución otorga a las mujeres no rompen, para la mujer cristiana, la sumisión al esposo que San Pablo preconiza”. Aunque las animan a no abandonar sus convicciones o posponer “sus nuevos derechos al servicio de los prejuicios o de los intereses de (su marido)”, diferenciando entre la necesidad de inhibirse de participar activamente en política y otra diferente renunciar al voto[47].

A modo de conclusión

En las primeras décadas del siglo XX una nueva identidad femenina se difundía en la sociedad española y en las representaciones culturales de la época. Nos referimos a la “moderna”, un arquetipo definido por sus aspiraciones profesionales, políticas y personales, y también por su estética. Representa un modelo transgresor desafiante del discurso de la domesticidad que limitaba a las mujeres a un rol de madre-esposa. Las revistas femeninas coadyuvaron a difundir en la sociedad este nuevo modelo de mujer, eliminando tópicos y ofreciendo generalmente una visión muy positiva de los avances logrados. Numerosos son los reportajes dedicados a las universitarias, reputadas médicas y abogadas, a las literatas y pintoras. Sin embargo, el ideal de la mujer moderna distaba mucho de ser una figura hegemónica en la sociedad. Pocas mujeres accedían a la educación, ejercían una profesión liberal y manifestaban una fuerte conciencia política y feminista. Eran una minoría las que habían conquistado nuevos espacios sociales y tenían la autonomía suficiente para elegir la forma de desarrollar su vida. Para ello habían tenido que vencer diversas resistencias, en ocasiones de sus entornos familiares, en otras del ámbito laboral que rechazaba su “intrusión”: no todas las profesiones, no todas las especializaciones. Y de la política, integradas en los partidos sí, pero también en un segundo plano.

Con todo, obligó a plantearse la necesidad de modos de actuación femenina alternativos e influyó en la identidad colectiva de género de los años veinte y treinta. Y en el proceso de construcción de la ciudadanía femenina, sobre todo durante el quinquenio republicano, con un régimen político que se presentaba como un aliado fiel de las reivindicaciones femeninas. Los sectores más conservadores de la sociedad vieron con recelo estos cambios, que entendieron como una amenaza al hogar y la familia. Pero incluyeron elementos renovadores en su ideal femenino para reformular la defensa tradicional de la familia, la religión o la patria. Las mujeres conservadoras crearon de este modo su propia voz de mujer moderna que todavía mantiene como la más excelsa de sus aspiraciones formar una familia, pero integrando componentes de la modernidad.