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Barcelona ha conseguido situarse en los últimos15 años como una de las ciudades europeas más atractivas a nivel internacional gracias a su reconocimiento como capital cultural. La oferta cultural, y muy en particular el patrimonio arquitectónico, es el factor de interés más citado por parte del turismo que visita la ciudad.[1] Esta es también, aunque en una acepción más amplia del término cultura, la razón que impulsa a numerosos jóvenes profesionales –muchos de ellos ligados al ámbito creativo[2]– y a multitud de estudiantes universitarios a establecerse en la ciudad.[3] Paradójicamente, ellos mismos son co-protagonistas de la seducción y vitalidad que les cautiva. La atracción de Barcelona, como la de otras ciudades de características similares, se sustenta en la convergencia de diversas sinergias intangibles de orden lúdico, cultural, social y económico, entre las que el patrimonio heredado es sólo un aspecto.

El interés intrínseco de un patrimonio cultural (histórico o contemporáneo) pero en especial su puesta en valor como stock de capital es fundamental para que una ciudad, región o país sean reconocidos por su atractivo cultural. Pero por excelente que sea la reputación específica de dicha herencia o la campaña de promoción internacional con la que cuente, ésta no es una razón suficiente que transforme una ciudad patrimonial en una capital cultural. Venecia, para utilizar un ejemplo emblemático, puede ser mucho más seductora que Barcelona desde el punto de vista arquitectónico y patrimonial, pero dejó de ser la factoría cultural que creó dicha maravilla. Aunque periódicamente se organicen allí algunas de las mejores muestras de la producción artística contemporánea, la joya del Adriático no cuenta hoy con la suficiente densidad de tejido social y creativo, y de estructuras productivas capaces de generar una dinámica cultural envolvente y con personalidad propia. Los profesionales y el público de las Bienales, las muestras, los espectáculos o las exposiciones aterrizan en Venecia pero las iniciativas no crecen allí simbióticamente de forma autónoma con el tejido cultural local, que es más dinámico en otras localidades del Veneto. Esta es la razón por la que en los últimos años se han desarrollado nuevas estrategias de vitalización del tejido cultural (Sacco; Tavano; Vergani 2006).

La hipótesis de la que parte el presente artículo es que una ciudad se transforma en una verdadera capital cultural cuando es capaz de renovar su stock de capital (un determinado patrimonio cultural heredado y una tradición empresarial especializada) gracias a la densidad de iniciativas culturales dispares que congrega, al dinamismo y conexión en redes globales de sus creadores y emprendedores, y a la interacción entre éstos y un público local (o foráneo) exigente y con espíritu cosmopolita. En estas circunstancias, cosmopolitismo y diversidad son el resultado –y a la vez factores inherentes – de una capital cultural contemporánea.

El objeto del presente artículo es confrontar críticamente el debate teórico sobre distritos industriales y economías de localización aplicados a la producción y a la demanda cultural, en un momento de transformación post-industrial de los modelos de desarrollo económico. Se pretende, asimismo, presentar los factores motores que caracterizan una gran capital cultural contemporánea y los distintos condicionantes de base necesarios que la definen. También se reflexiona sobre la interdependencia de dichos factores y su papel catalizador, para terminar enfatizando sobre la capacidad de detonante que pueden tener determinadas políticas gubernamentales activas de tipo económico, cultural o urbano. Algunos de dichos factores y políticas se analizan a la luz del caso barcelonés y de su proceso de consolidación a lo largo de los últimos quince años como una de las grandes capitales culturales del sur de Europa. Así pues, el artículo parte del análisis del concepto de distrito cultural, así como de los factores clave que explican los beneficios externos ligados a la localización de la actividad cultural, y concluye con una propuesta –que deberá probarse empíricamente en futuros trabajos – de evaluación de los factores conformadores de capitalidad cultural.

Economías de localización, distritos culturales y factores condicionantes de capitalidad cultural

Desde un punto de vista económico, la vieja reflexión sobre las economías de localización en el ámbito de una industria particular (descrita ya por Alfred Marshall en 1890) nos permite en buena medida entender las razones de la concentración de la actividad productiva y de determinados mercados en un territorio. La puesta al día de dichas ideas por parte de una gran diversidad de disciplinas sociales –geografía, economía, urbanismo, sociología– permite ampliar la visión sobre como se construye la competitividad y los nuevos polos de atracción en un mundo cada vez más interconectado y económicamente globalizado. Desde una perspectiva económica, Michael Porter (1990, 1998, 2000) plantea el reto de la innovación como el factor determinante de la competitividad, Paul Krugman (1997, 2000) analiza los patrones del comercio y la localización de la actividad económica, y Richard Florida (2002, 2004), más controvertido académicamente, centra su análisis en la capacidad de atracción de las clases creativas, para citar sólo los dos analistas de mayor impacto en la implementación institucional de nuevas estrategias de posicionamiento territorial. A ellos deberíamos añadir el riguroso trabajo sobre el concepto y evolución de los distritos industriales desarrollado por Giacomo Becattini (1990, 2000). Su adaptación reciente al ámbito cultural se debe a aportaciones como las de Brooks y Kushner (2001), Walter Santagata (2004), Pier Luigi Sacco con diversos colaboradores (2003, 2006) o el recién libro de Philip Cooke y Luciana Lazzeretti (2007), entre otros.

Economías de aglomeración y economías de urbanización

La aportación teórica actual sobre las economías de localización y los distritos culturales no puede desgajarse de la reflexión económica más amplia sobre las economías de aglomeración y sobre las economías de urbanización, así como ante las deseconomías o externalidades negativas que dicha concentración puede generar.

Las economías de aglomeración se fundamentan en la interacción de tres mecanismos claves en espacios con una alta densidad de factores productivos (Duranton y Puga 2003): la elevada capacidad de intercambio entre oferentes de bienes intermedios y oferentes de bienes finales en dicho espacio (sharing); la mayor capacidad de interacciones en el mercado de trabajo (mathing); y la alta capacidad de aprendizaje individual y colectivo, formal e informal, que se dan a escala sectorial y espacial (learning). La suma de estos mecanismos –más o menos inducidos– permite la paulatina concentración de actividad económica, a menudo con un elevado grado de especialización, en determinados lugares.

El desarrollo histórico de muchas regiones industriales se explica en buena medida por el efecto aglomeración que las caracteriza. La posibilidad de abaratar costes y de ofrecer productos competitivos a escala nacional e internacional ha sido la razón fundamental del desarrollo de dicho modelo a lo largo de la era industrial.

De forma complementaria, aunque estrechamente ligadas a la aglomeración, aparecen las llamadas economías de urbanización. Éstas se asocian asimismo a un triple proceso. En primer lugar, la concentración de la intervención del sector público en el ámbito urbano, en términos de inversión en capital social fijo y de economías de escala en la provisión de los servicios públicos. En segundo lugar, las externalidades que genera el gran mercado de la ciudad, al dar acceso a sistemas de intercambio de notables dimensiones y por generar, asimismo, nichos de especialización. Finalmente, cabe citar las externalidades que generan las metrópolis como incubadoras de factores productivos y de mercado de los factores de producción. Es decir, dan acceso a un mercado de trabajo amplio (tanto para la demanda como para la oferta), facilitan funciones urbanas especializadas, ofrecen notables economías de comunicación e información, y concentran multitud de capacidades empresariales y directivas.

Las economías de localización derivan de ambos aspectos –aglomeración y urbanización –, y posibilitan el desarrollo de externalidades importantes. Entre las más analizadas se encuentran: a) la posibilidad de especialización de las empresas en el proceso productivo (al beneficiarse de menores costos globales); b) la reducción de los costos de transacción de las unidades productivas especializadas gracias a la proximidad y a la intensidad de las relaciones personales; c) las economías de aprendizaje individual y colectivo; d) las economías conexas al proceso de circulación y valorización; y e) la creación de una atmósfera industrial.

En general, la mayoría de estudios teóricos (Manrique 2006) mencionan las ventajas naturales de las industrias y la aparición de rendimientos crecientes a escala externos como factores clave para entender y determinar las economías de localización en el ámbito industrial tradicional. Asimismo, destacan la relevancia de las economías de escala para reducir los costes de transacción. De todas formas está aproximación neoclásica no tiene suficientemente en cuenta los aspectos no económicos –redes sociales, valores y conocimientos tácitos – que actúan como verdaderos motores de la localización (Pratt 2004). Asimismo, cabe tener en cuenta que buena parte de las ventajas recogidas por los distritos industriales clásicos se desvanece en la medida que los países desarrollados dejan de competir en función de sus costes y precios, y basan su desarrollo en actividades generadoras de mayor valor añadido (Sacco & Ferilli 2006).

En el ámbito cultural, la concentración de determinadas actividades productivas en lugares específicos tiene una larga tradición (objetos de cristal en Murano o arte religioso en Olot, o más recientemente, artesanía andina en Otavalo o producción audiovisual en Holywood), pues la agrupación de experiencia y de mercado de trabajo especializado permiten el progreso de la innovación a todos niveles: estético, legal, productivo, distributivo, tecnológico y educativo (Santagata 2005). El desarrollo de pequeñas y medianas empresas y el crecimiento económico del conjunto no puede desasociarse con el del territorio y la comunidad local. Se dan al mismo tiempo economías de aglomeración y de urbanización.

Economías de localización y producción cultural en el actual panorama post-industrial

En el actual panorama post-industrial característico de los países desarrollados se perfila una nueva generación de distritos industriales asentados, esta vez, en las industrias de la cultura y del conocimiento, mucho menos especializados sectorialmente, y más centrados en las ya citadas economías de urbanización. Las economías de demanda –interpretadas según el concepto de malla que pone de relieve la economía de la información— son más determinantes de las aglomeraciones urbanas que las economías de oferta, que tradicionalmente se consideró que eran su causa (Baró y Lasuén 2006:11). Estos autores parten de la hipótesis que las grandes ciudades son aglomeraciones de consumo, sobre todo de servicios, generados como resultado de la minimización de los costes de transacción de los consumidores; éstos evolucionan impulsados por economías de demanda, y subsiguientemente, de oferta. Es decir, la fuerza aglomeradora más importante de las ciudades no es ni las economías internas de escala, ni las externas de una industria o ciudad, sino las producidas por la necesidad de comunicación tan «cara a cara» como sea posible entre los consumidores, y éstos con los productores. Esta comunicación, fundamental en los servicios culturales, pero también en otras actividades quinarias,[4] es más emocional que racional, hecho que explica la importancia de la proximidad física y sobre todo la necesaria existencia de procesos catalizadores que propicien contactos fructíferos.

Cabe resaltar que este tipo de economías de localización subrayan mayores beneficios en ambientes inciertos y cambiantes. Las grandes urbes destacan justamente por dicha inseguridad, y la producción cultural –tal como se comenta a continuación– se caracteriza asimismo por un elevado riesgo de inversión e incertidumbre informativa. De todas formas, las ventajas de la localización deben matizarse desde la perspectiva de su inclusión como nodos de las nuevas redes virtuales, siendo esto relevante tanto desde la perspectiva de la oferta como de una demanda cada vez más influidas e interconectadas a escala global. Las nuevas redes sociales en Internet basan su potencial justamente en la capacidad para compartir proximidad personal y emotividad.

Para interpretar bien dichos procesos y el peso de las economías de localización en el ámbito de la industria cultural es necesario fijarse en algunas de las especificidades económicas que describen la producción y los mercados culturales.[5] Aunque los productos culturales presenten características muy heterogéneas entre sí –algunos son bienes únicos, otros servicios repetibles, o bienes reproducibles –, su matriz (el texto en un libro, la música en un disco o la grabación original en el audiovisual) es marcadamente artesanal y altamente diferenciada. Es en dicha matriz donde se da al mismo tiempo el proceso más regresivo en términos de ganancia física de la productividad (Baumol y Bowen 1966) y paradójicamente donde se concentra el verdadero valor diferencial y, consecuentemente, la capacidad para ser competitivo en el mercado.

La matriz, y el producto que de ella emana, se caracterizan asimismo por la dificultad para preveer su éxito en el mercado. Dicho riesgo comporta elevados costes a la sombra, con lo que la clave –pero no la condición suficiente– consiste en invertir en promoción y reconocimiento. Esto es debido a la dificultad para preveer la respuesta del mercado y la concentración de la demanda en aquellos pocos productos que logran la reputación en cada segmento de mercado. La lucha para lograr dicho reconocimiento y para asegurarse unos buenos canales de distribución ha favorecido a lo largo del siglo XX la formación de mercados culturales oligopólicos, en especial en la distribución de la producción cultural seriada (audiovisual o fonográfica). De todas formas, como que los costes unitarios de producción son relativamente bajos y existe una alta disponibilidad a la auto-explotación por parte de los agentes creativos, se da al mismo tiempo un gran minifundismo empresarial en la producción. Así pues, en el modelo industrial que ha definido hasta la fecha el sector se acostumbran a dar bajas barreras de entrada en la producción pero altas economías de escala en la distribución, con inelasticidad precio de la demanda creciente a medida que aumenta la reputación de un producto.

La consecuencia territorial de este modelo económico ha comportado, tradicionalmente, la concentración de la actividad cultural en unas pocas metrópolis, tanto a escala nacional como internacional, al generarse las sinergias productivas propias de las economías de aglomeración (Yúdice 2003). Es decir, se ha dado una agrupación de talento, de espacios de formación, y de medios y agentes de producción alrededor de unos distritos culturales especializados. Dicha concentración de la producción en unas pocas metrópolis (aquellas donde residían los principales centros de decisión, se genera la parte más valiosa del proceso productivo, y se concentra el mercado profesional) ha conllevado una desigual distribución territorial entre mercados de consumo y centros de producción. El resultado son unas balanzas externas deficitarias para la mayoría de países del mundo (UNESCO Institute for Statistics 2005), que contrastan con los saldos positivos de los pocos países exportadores netos y, en particular, de sus especializados distritos productivos.

Esta centralización de la industria no impide, sin embargo, el tráfico de perfeccionamiento o la externalización creciente de determinados servicios hacia lugares con factores productivos más baratos (México o la India, por ejemplo), o con políticas y recursos gubernamentales de apoyo al sector (Europa, Canadá o Australia).

Si en una primera época las barreras económicas (arancelarias y extra-arancelarias) y culturales (lingüísticas y de valores) limitaban la expansión comercial internacional, esto cambia progresivamente. Las grandes empresas de producción de los mercados de referencia a escala mundial ganan rápidamente cuota de mercado gracias al control creciente de los circuitos de distribución, y a las grandes inversiones necesarias para estar presente en todos los nodos del mercado, y así rentabilizar la inversión en reconocimiento y notoriedad. La excepcional calidad u originalidad de una obra, o una gran habilidad para sobresalir en un mercado saturado de productos y mensajes mediáticos, permiten de vez en cuando que algún producto independiente se cuele y obtenga éxito, pero la cuota de mercado en manos de las grandes empresas de cada sector crece sin parar. Las consecuencias de dicha concentración a escala internacional son el creciente dominio de los productos procedentes de los grandes mercados de consumo, la reducción o estancamiento de la cuota de producto local –en especial en los mercados culturales de menor tamaño demográfico y económico–, y la casi desaparición de productos originarios de otras partes del mundo (Klein 2001).

Esta concentración descansa en los respectivos modelos de negocio que caracterizan al sector, y en unas lógicas económicas que condicionan la producción, la distribución y hasta el propio proceso de consumo. Así, tanto la organización de la producción (la selección del talento creativo, la discriminación entre costes, el proceso y las sinergias productivas, o los modelos de financiación utilizados) como las estrategias de distribución y difusión se basan en una explotación inteligente, repetida hasta la saciedad, de los mecanismos de generación de valor. Se trata, pues, no sólo de controlar el proceso de distribución, sino sobre todo de incidir en el reconocimiento público, sobre la base de una política comercial basada en copar el mercado con el lanzamiento de novedades sin tregua, muchas de ellas planteadas como grandes éxitos.

Este proceso de globalización de la producción y los mercados culturales se acentúa a partir de la década de los noventa. La digitalización y convergencia de los soportes de los contenidos culturales e informativos, así como los grandes avances conseguidos en telemática y comunicación transforman en los últimos quince años la naturaleza de las interdependencias internas del sector. Dichas tecnologías permiten desmaterializar los contenidos y reducir enormemente la complejidad y los costes de distribución física de los mismos. Asimismo, la producción se tecnifica y populariza gracias a unos costes de producción relativamente estables en términos relativos, pues de alguna manera las exigencias de mayor calidad y de medios técnicos sofisticados y caros se compensa con la rápida popularización de las propias tecnologías.

En este contexto, es difícil precisar cuales de las distintas actividades culturales, o que combinación de ellas, generan más valor directo o externo en un determinado territorio, y consecuentemente son más significativas en términos de desarrollo económico y de revalorización del capital cultural. No siempre las más intensivas en capital humano o tecnológico (edición impresa o producción televisiva) aportan el aura diferenciador y arrastran al resto de actividades y profesionales para aglutinar a su alrededor un potente cluster cultural. Tampoco la existencia de un tradicional sector exportador (por ejemplo el editorial en el caso de Barcelona) garantiza el dinamismo y la atracción hacia un territorio de talento creativo y capacidad emprendedora. Pero mientras todos luchan por el reconocimiento internacional sólo unas pocas metrópolis consiguen sobresalir como nodos centrales de producción de los distintos sectores culturales. Es más, cada vez es más problemático amortizar un producto cultural en unos mercados nacionales que ven reducir su tamaño relativo como consecuencia de la globalización, cosa que dificulta la supervivencia de las tradicionales factorías autóctonas de producción cultural.

Sin embargo, en una situación como la actual en que las tecnologías de la información y la comunicación rompen las distancias físicas y temporales parecería que las ventajas competitivas para una localización concentrada de la producción cultural deberían tender a desaparecer. Es más, de alguna forma las grandes ferias o festivales especializados, o las exposiciones itinerantes, sustituyen en parte el papel que desde antiguo han cumplido grandes capitales culturales (y económicas) como Paris, Londres o Nueva York. De todas formas, la realidad se nos presenta más compleja, pues paradójicamente la concentración espacial de la actividad cultural continua generándose (redistribuyéndose hacia nuevas capitales regionales como Mumbai, Sao Paulo, Shangai o Singapur), y al mismo tiempo se da una desterritorialización de la producción, las formas de distribución y el consumo cultural. Será necesario observar atentamente durante los próximos años la evolución de las fuerzas concertadoras/dispersadoras en distintos espacios territoriales para discernir el peso relativo de cada una de ellas.

Cabe tener en cuenta, sin embargo, que este no es un fenómeno exclusivo de la industria cultural, pero su creciente importancia como factor asociado a la reputación de los territorios en un mundo cada vez más globalizado, le otorga una fuerza simbólica especial. Irónicamente, la globalización de prácticamente todos los mercados de bienes y servicios ha potenciado lo local como espacio de innovación y singularidad.

Tipologías de distrito cultural y formas de inducción o apoyo institucional

Alrededor del concepto de capitalidad cultural se barajan dos ideas: la de ciudad patrimonial o de arte, y la de distrito cultural. Con el objetivo de englobar ambos conceptos, Walter Santagata (2004) propone cuatro tipologías básicas de distrito cultural, partiendo de su específica concentración territorial: el distrito cultural industrial, el distrito cultural institucional, el distrito cultural museístico y el distrito cultural metropolitano. Mientras que el primero se caracteriza por la especialización no inducida de una zona en una actividad de producción cultural específica (libros, películas, artesanía textil, de alfarería, de la madera o del cristal), el distrito institucional es fruto de la designación de un determinado territorio con una imagen de marca o denominación de origen (zona vinícola o artesanal).

Por su lado, el distrito museístico es fruto de una forma aun más explícita de política gubernamental, pues más allá de la marca que lleva implícita se invierten muchos recursos públicos en la recuperación y puesta en valor de una oferta museística reputada en una determinada zona geográfica. Finalmente, el distrito cultural metropolitano consiste en la aglomeración de equipamientos y de organizaciones productoras de servicios y bienes culturales (o relacionados) en determinados barrios de la ciudad. Desde inicios de los años ochenta, muchas metrópolis han utilizado la cultura para fortalecer la imagen de marca internacional de la misma, y como instrumento de regeneración urbana y económica.

Cada una de estas tipologías de distrito cultural se distingue por los recursos materiales e inmateriales presentes (en especial los bienes y servicios creativos que produce), por la forma de promoción o tutela gubernamental, y por los mecanismos de reproducción y circulación del conocimiento. En este sentido, tal como sugieren Brooks y Kushner (2001), cabe distinguir entre dos sistemas de activación del distrito. En el caso del distrito cultural industrial, el proceso es de abajo a arriba, de incubación y de auto-organización social y empresarial, sin intervención gubernamental directa. El proceso de asentamiento es espontáneo, de larga gestación, orientado al mercado y sujeto a numerosas “pruebas y error” (Scoott 2000 p. 20). Este tipo de distrito se caracteriza justamente por la intensa creación de externalidades positivas, conocimiento tácito, altos índices de innovación, fácil intercambio en red, y muy bajos costes de difusión de la información. Como se ha comentado, en su origen no existe intervención gubernamental y son difíciles de replicar artificialmente desde una política voluntarista. Sin embargo, en países en desarrollo donde existen las condiciones de bases pero sin una buena tradición de gobernanza y con carencias en las estrategias de inversión, comercialización y comunicación, es posible la mejora de políticas de apoyo efectivas (Santagata 2005).

Otra cuestión es la capacidad de estos distritos industriales para continuar gozando de las ventajas de la localización en el actual proceso de globalización, pues la mayoría de recursos humanos y económicos son exclusivamente locales (micro-empresas familiares), que conforman sistemas altamente endógenos Un caso particular de distrito cultural industrial especialmente paradigmático de adaptación a los nuevos retos de la globalización es el de la industria audiovisual de Hollywood. Allí se da un efecto taller abierto, con un mercado laboral eficiente (formado por artistas, técnicos y emprendedores) capaz de crear productos altamente diferenciados. Buena parte de estos profesionales independientes son potenciales creadores de nuevas firmas, fuente de un capital social y de unas externalidades particularmente positivas. En este particular distrito industrial, la convivencia en oligopolio de los grandes estudios junto a sus empresas subsidiarias dependientes y a multitud de independientes, donde se internalizan y externalizan servicios, genera un sistema en que las sinergias se refuerzan, atrayendo y difundiendo capacidad emprendedora a todos niveles (Scoot 2000, Santagata 2005). El papel de apoyo de la administración pública (como consecuencia de la capacidad de presión de la American Film Marketing Association) es en este caso indirecto, efecto y no origen del éxito del distrito.

En cambio, en las tres restantes tipologías de distrito cultural definidas por el autor turinés, se da un proceso de inducción mucho más descendente, de arriba a abajo, pues aun y existir una base cultural de partida (una cierta especialización productiva, un patrimonio artístico heredado o una densidad de actores culturales a escala metropolitana), el distrito es consecuencia de un tipo u otro de planificación gubernamental. En el distrito cultural institucional se trata de políticas, normalmente de concertación público-privada, centradas en la protección legal de la marca y el apoyo gubernamental más o menos encubierto a otras formas de reforzarla (puesta en valor del patrimonio de la zona, campañas de difusión turística o presencia en ferias, entre otras). En el caso del distrito museístico, la intervención gubernamental es más directa pero puede ser más instrumental.

En las ciudades patrimoniales o de arte a menudo la demanda buscada se reduce casi a los turistas y al consumo casi exclusivo de los lugares simbólicos. El resultado es una progresiva instrumentalización del patrimonio histórico y del tejido urbano, condicionados ambos a las exigencias del mercado turístico (Sacco y Tavano 2006). En estas condiciones, el impacto a medio plazo sobre el tejido social y la producción cultural local es muy bajo, hecho paradójico si se tiene en cuenta que es financiado por los presupuestos de cultura.

Finalmente, las estrategias de fomento de los distritos culturales metropolitanos, aun y estar lideradas desde las políticas de rehabilitación urbana y de promoción económica, pueden tener un mayor impacto sobre el tejido de producción y consumo cultural de la ciudad.

Del distrito a la capitalidad cultural

De las cuatro tipologías de distrito cultural propuestas por Santagata, la que mejor se aproxima al concepto de capitalidad cultural es, tal como ya sugiere su nombre, el distrito cultural metropolitano. De todas formas, la concentración en unos pocos espacios de la ciudad (en vías de rehabilitación o en los que se quiere construir una nueva centralidad) de equipamientos y operadores culturales no constituye en si misma una capitalidad cultural. Tampoco garantiza las economías de demanda ligadas a las fuerzas de aglomeración.

De entrada, la idea de distrito frente a la de capital, implica la concentración y especialización de una actividad productiva en una área geográfica específica. La mayoría de grandes ciudades, aquellas con capacidad de congregar un buen número de instituciones, empresas y personas, y por lo tanto con un cierto rol de capitalidad en el territorio de referencia, se caracterizan justamente por su diversificación funcional, y por la coexistencia de uno o diversos centros o subcentros especializados, que podemos llamar distritos. Aunque algunas capitales tengan un cierto nivel de especialización (el audiovisual en Los Ángeles, la música en Miami o el sector editorial en Barcelona), una verdadera capital no puede reducir su presencia a un número muy limitado de actividades culturales. Más bien, tal como ha sido estudiado para el caso de diversas ciudades de arte (Lazzeretti 2008) los distritos especializados cobran ventaja en entornos urbanos diversos.

Otra cuestión distinta es la proyección internacional de una capital cultural. Así, mientras Nueva York, Londres y Paris han sido a lo largo del siglo veinte grandes capitales culturales de ámbito intercontinental (y no por razones estrictamente culturales), Berlín no ha podido proyectarse a escala europea hasta su recién reunificación. Durante la guerra fría reunía un gran número de artistas e intelectuales, pero las mismas circunstancias políticas y sociales que le permitían ser un laboratorio de creatividad, no le permitían aprovechar este dinamismo para ejercer un mayor papel a escala continental. En este contexto el caso barcelonés es bastante singular, pues sin ser una gran capital política o económica, ha logrado ser reconocida como una de las grandes capitales culturales del sur de Europa. Algunos autores (Baró y Lasuén 2006) sostienen que la capitalidad administrativa, fundamental en la capacidad de atracción de servicios cuaternarios (comercio, servicios financieros y seguros), es menos importante en la nueva sociedad del conocimiento.

En el contexto del sur de Europa, sólo las grandes capitales o poblaciones con una cierta tradición cosmopolita presentan un sistema de producción local creativa diversificado, mientras que la mayoría de ciudades medias únicamente cuentan con distritos centrados en actividades culturales tradicionales (Lazeretti, Boix y Capone 2008). “España, al igual que Italia, es uno de los escasos países de tamaño medio que cuenta con dos ciudades principales (…). En países más grandes, como los Estados Unidos o la China (…) las ciudades que compiten por el liderazgo tienen áreas de influencia mucho mayores, lo que les permite conseguir una importancia relativa mundial tres o cuatro veces superior” (Baró y Lasuén 2006: 42). El continuo desarrollo de los condicionantes de base anteriormente mencionados, y su influencia sobre los factores motores, determinará la evolución del sistema.

Así, pues, ¿Cómo puede definirse una capital cultural?¿Qué factores la sostienen? De entrada, la acepción utilizada en el presente estudio es más restringida que la de ciudad de arte usada por Lazzeretti (2008), pues no basta una atractividad basada en la capacidad de puesta en valor de un patrimonio heredado y en la brillantez de una oferta cultural (espectáculos, exposiciones o festivales). Tampoco equivale a disponer de un distrito industrial especializado, como el cristal de Murano o la cerámica de la Bisbal d’Empordà (pequeñas poblaciones con una larga tradición artesanal). La acepción utilizada se acerca más a la idea de ciudad creativa definida por Landry (2000) o Florida (2002 y 2004), pues aglutina distintos factores complementarios entre si que al interactuar dan como resultado centros enormemente dinámicos, que atraen iniciativas y profesionales creativos a su alrededor. El modelo de Richard Florida y sus tres índices –tolerancia, talento y tecnología– pretende medir el grado de creatividad en (y su atracción hacia) diversas regiones metropolitanas.

Sin embargo, la propuesta metodológica que aquí se presenta, no se sustenta en la estimación de factores sociales, como la tolerancia o el talento, sino en los condicionantes de base cultural, económica y gubernamental que permiten el despegue de cuatro grandes factores motores de conformación de una capital cultural. Estos son:

  • la puesta en valor y transformación en producto de su patrimonio cultural heredado;

  • dispone de una malla de empresas culturales dinámicas (de nueva implantación o fruto de la renovación de una vieja tradición empresarial especializada);

  • reúne una densidad de iniciativas culturales dispares conectadas interna e internacionalmente en redes globales (creadores, emprendedores, eventos, asociaciones, insti- tuciones …);

  • congrega un público local (o foráneo) exigente y con espíritu cosmopolita.

Dichos factores dependen de la interacción y confluencia de siete grandes grupos de condicionantes de base de orden cultural, económico e institucional.[6] Estos son los que permiten la transformación de una ciudad en una capital cultural con una alta densidad de servicios quinarios, con una oferta que trasciende a los residentes de la metrópolis, pero que se alimenta de los mercados intermedios y profesionales asentados en la misma. Dichos condicionantes, agrupado en cuatro tipologías de orden cultural y tres más de orden económico e institucional, interactúan entre si de forma que participan en la determinación de una capital cultural, su dinamismo endógeno y atractivo externo

Tabla 1

Condicionantes de base por tipologías

Condicionantes de base por tipologías

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La calidad y dinamismo de este conjunto de condicionantes, y su sinergia frente a los cuatro factores motores anteriormente señalados, es responsable del mayor desarrollo de determinadas ciudades frente a otras. Para poder evaluar el peso relativo de cada uno de dichos condicionantes y las relaciones de interdependencia sinérgica que se dan entre sí, existen diversas alternativas de análisis posibles. Una primera posibilidad consiste en estimar dichas variables escogiendo uno o diversos indicadores significativos y representativos de cada una de ellas (cualitativos y/o cuantitativos). Otra alternativa consiste en mapificar los recursos de forma que su asimétrica disposición y densidad sobre el territorio, y sobre todo su evolución temporal, permita construir una geografía de distritos culturales. Esta será la modesta contribución del presente artículo utilizando como referencia el caso barcelonés. Asimismo, y de forma complementaria, es posible utilizar la metodología de cluster para observar las agrupaciones naturales que dichos factores construyen entre si.

Más allá de los resultados que puedan obtenerse, cabe tener en cuenta que la concentración espacial de proyectos e instituciones culturales, y de sus factores productivos, induce un proceso acumulativo de concentración de otras actividades quinarias y mercados interrelacionados: unidades de I+D de grandes empresas, servicios turísticos y de ocio, agencias de publicidad, comercio y otros servicios especializados, o determinado tipo de servicios públicos, entre otros. Todos ellos se alimentan mutuamente siendo difícil discernir quien arrastra y quien es arrastrado en dicho proceso. Evidentemente, llegar a conocer la capacidad de arrastre relativa de cada actividad es fundamental. En especial desde una perspectiva gubernamental orientada a la promoción económica, pero el bajo nivel de desagregación de la matriz de relaciones interproductivas de las tablas input-output disponibles no acostumbran a permitirlo.

Estrategias gubernamentales catalizadoras de climas fertilizantes

Tradicionalmente, las medidas de apoyo gubernamental a las industrias culturales correspondían a la administración central del estado, o como mucho a las regiones (Bonet 2007a). El papel de los gobiernos locales era marginal pues sólo unos pocos municipios concentraban distritos industriales especializados. A ello cabe añadir que el nivel de actuación gubernamental más eficiente para apoyar unas industrias con elevadas economías de localización y mercados muy amplios, debía aproximarse al máximo al de los mercados de consumo –mediáticos y simbólicos de referencia – conformados tradicionalmente alrededor de cada cultura nacional. Dos razones explican la creciente pertinencia de políticas locales de apoyo al sector. Por un lado, la globalización de los mercados aleja del marco nacional la capacidad de regulación del mercado. Por el otro, la alta dependencia de muchos de los factores condicionantes de base analizados en este trabajo de una adecuada política local. En este sentido es lógico que uno de los compromisos de la Agenda 21 de las ciudades y los gobiernos locales para el desarrollo cultural consista en “potenciar el papel estratégico de las industrias culturales y los medios de comunicación local, por su contribución a la identidad local, la continuidad creativa y la creación de empleo”.[7]

Asimismo, a medida que la economía occidental abandona su tradicional inscripción industrial para pasar a ser una economía de servicios, las estrategias gubernamentales de apoyo al tejido productivo local se han reorientado hacia el fomento de valores e infraestructuras intangibles. Algunas de ellas, como la existencia de un entorno jurídico e institucional eficiente y transparente, el contar con buenas infraestructuras para los circuitos de distribución y comercialización, y sobre todo el desarrollo de estrategias de formación del capital humano local, tenían ya su peso en el capitalismo industrial avanzado posterior a la segunda guerra mundial. Pero los nuevos sectores emergentes –los servicios quinarios, en particular – requieren de una política industrial que sin desdeñar dichos aspectos vaya más allá.

Tal como se ha citado, los factores de competitividad de los distritos industriales clásicos (como por ejemplo, una hiperespecialización que propicie el máximo ajuste de costes) pierden sentido. Los distritos de producción cultural contemporánea aparecen donde hay suficiente densidad de diversidad (y no hiperespecialización) e interacción. Las ciudades han reunido tradicionalmente ambas características, pero en un mundo de flujos globalizados no reúnen por si solas las condiciones suficientes para transformarse en centros de producción cultural potentes.

En este contexto, la acción gubernamental intenta potenciar el despegue de aquellos valores intangibles latentes que permitan a una ciudad determinada sobresalir. Los manuales de buenas prácticas más utilizados (Landry 2000, Florida 2002 y 2004) recomiendan una combinación de medidas legales, financieras, de reflexión estratégica, de imagen o formativas. Así, pues, para centrarnos en el caso barcelonés, se propone una nueva regulación urbanística para un espacio específico de la ciudad (el llamado distrito @22) que permita combinar actividad residencial, tecnológica y de ocio propiciador de un clima sinérgico particular para la producción tecnológica y cultural. O el lanzamiento de una imagen de marca (“Barcelona es cultura”) permite la toma de consciencia interna y externa de un valor intangible con claras externalidades positivas.

Ahora bien, tanto en Europa como en América o algunas zonas de Asia, cada vez más ciudades, regiones y países compiten entre sí con estrategias parecidas para atraer hacia ellas las actividades más innovadoras o con mayor valor simbólico. Se trata de especializarse en actividades que permitan situar la ciudad o la región en el mapa simbólico de la creación cultural, así como en el mapa del turismo cultural. Uno y otro mapa no siempre coinciden, ni implican un mercado de trabajo de calidad equivalente (guías turísticos frente a creadores y tecnólogos, para utilizar dos ejemplos prototípicos). En todo caso, competir en carácter o notoriedad simbólica no es fácil, pues unos pocos lugares emblemáticos copan la mayor parte del espacio de reconocimiento. Para optar por una u otra opción es necesaria una estrategia clara, pues aunque todas las ciudades aspiran a unir ambas dimensiones –debido a sus evidentes sinergias– sólo las grandes capitales culturales lo logran plenamente.

Existe muy poca evidencia empírica sobre el impacto real de estrategias como las descritas pues son relativamente recientes y sólo se publicitan los casos exitosos. Será necesario desarrollar metodologías de evaluación contrastada para conocer el impacto real de unas u otras estrategias alternativas. De todas formas, todo parece indicar que la competitividad en un entorno globalizado se basa en la existencia de climas fertilizadores, y los gobiernos pueden ayudar a que existan y se sostengan con determinadas estrategias con efecto catalizador.

En el ámbito más estrictamente cultural, la capacidad de producción de ideas y su conversión en contenidos y servicios (películas, revistas, música, espectáculos o libros) conforma la parte nuclear que arrastra al resto de sectores subsidiarios o dependientes (la producción y comercialización de soportes para la cultura y aparatos y servicios de reproducción). Contenidos sobre los que se construye la nueva realidad social e industrial de un país (Tubella et al. 2008). Por esta razón, desde hace muy pocos años las estrategias gubernamentales de desarrollo económico centran su interés en el fomento de la creatividad y las industrias culturales.[8]

Una aplicación al caso Barcelonés

Los condicionantes de base cultural y su interrelación con los económico-institucionales

Una primera observación del caso barcelonés, y su evolución a lo largo de los últimos veinticinco años, permite constatar la notable transformación de su imagen como capital cultural. La puesta en valor y transformación de sus recursos potenciales en una oferta cultural atractiva no puede desligarse del creciente dinamismo de su tejido económico y profesional, y de la vitalidad de su entorno social y cultural. Esto ha sido posible porqué a lo largo de estos años ha gozado de un contexto político, social y económico marcadamente estable y positivo, que ha implicado una mejora de las infraestructuras y de la calidad del espacio público y los servicios disponibles. Vamos a repasar brevemente los condicionantes de tipo cultural que han caracterizado dicha época:

A1 Recursos culturales y patrimoniales acumulados

Barcelona cuenta con un patrimonio monumental y artístico heredado notable (aunque no excepcional), parecido al de otras grandes urbes del sur de Europa que no alcanzaron la capitalidad política en una época ilustrada de expansión colonial. Ciudad de provincias en época romana consigue un gran momento de esplendor durante la baja edad media gracias al comercio mediterráneo. La protección del patrimonio disperso y la puesta en valor de dichos restos a lo largo del último siglo (formación de grandes colecciones museísticas, urbanización del barrio gótico, rescate de subsuelo romano y algún tramo de muralla, así como la conservación de algunos grandes edificios religiosos y civiles) dan testimonio de una rica historia.[9] En cambio, no cuenta con demasiadas obras de calidad de época renacentista, barroca o neoclásica, pues coincide con una época de declive económico y político. Dicho déficit se ve compensado por dos grandes legados de la burguesa industrial de finales del siglo XIX e inicios del XX: el ensanche urbano planeado por Cerdà y un estilo artístico excepcional, el modernismo.[10] Asimismo, la ciudad catapulta algunas de las más grandes figuras de las vanguardias históricas (Picasso, Miró y Dalí) y acoge obras de los distintos estilos que definen el siglo XX. Finalmente, caber resaltar un recurso intangible crucial: la voluntad de pervivencia y desarrollo de un idioma y de una identidad cultural autóctona en un entorno social y político –el español – con dificultades para aceptar la plena expresión de dicha singularidad.

A2 Oferta cultural

La ciudad ha sido capaz de transformar un patrimonio arquitectónico singular, un centro histórico medieval y modernista con personalidad, así como un clima agradable y festivo, en una amplia oferta de ocio y cultura.[11] Bajo el lema “Barcelona es cultura” Turisme de Barcelona (el patronato formado por el ayuntamiento y los empresarios turísticos) han conseguido en 15 años convertir la ciudad en un destino turístico-cultural de primera magnitud (Bonet 2004). En 1992, año que Barcelona organiza los Juegos Olímpicos que servirán de plataforma para el lanzamiento de la imagen internacional de la ciudad, el número de turistas que visitaba la ciudad era de 1.874.734, mientras que quince años después, en 2007, se multiplica por 3,86 hasta alcanzar los 7.245.000 turistas y los 13,6 millones de pernoctaciones. Ese gran incremento permite situar Barcelona en la quinta posición europea y en la décima mundial.[12] Esto es posible gracias a la diversidad de museos, equipamientos y eventos de todo tipo que permiten a residentes y visitantes disfrutar de una rica oferta cultural.

Asimismo, cabe resaltar que a lo largo de los últimos veinticinco años las administraciones públicas catalanas han invertido grandes sumas en crear, renovar, equipar y promocionar las grandes infraestructuras culturales de centralidad (museos, teatros, auditorios, centros especializados). También en dotar de equipamientos culturales de proximidad los barrios periféricos y las poblaciones de las diversas coronas metropolitanas (teatros, centros cívicos y bibliotecas en particular). Dicha inversión se ha traducido casi de forma automática en un gran aumento de la programación de actividades (en programación estable o en formato de festival), de calidad y diversidad cada vez más amplia. A este amplio abanico de iniciativas gubernamentales cabe sumar la acción casi simbiótica de la iniciativa privada que ha nutrido de productos los espacios de titularidad pública, a la vez que arriesgaba con una oferta cultural privada creciente. Al lado de este gran progreso, que transforma de forma radical el desierto legado por la dictadura, no se ha avanzado suficientemente en el desarrollo de programas educativos, sobre todo dirigidos a las nuevas comunidades asentadas en la ciudad.

Tabla 2

Proporción de trabajadores de las industrias creativas sobre el total ocupados de la Provincia de Barcelona 2006

Proporción de trabajadores de las industrias creativas sobre el total ocupados de la Provincia de Barcelona 2006
Fuente: PAREJA EASTAWAY, M. et al. (2008a), a partir de datos del INE.

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A3 Tejido profesional

Toda dicha oferta cultural no sería posible sin un tejido de profesionales bien formados y unas empresas capaces de proponer e implementar proyectos atractivos. Aunque el papel de apoyo financiero del sector público es enorme (dependencia que puede llegar a ser negativa), la transformación de los recursos existentes en una oferta artística y patrimonial competitiva se da gracias a la interacción entre empresas dispuestas a arriesgar y profesionales curtidos en un mercado que lentamente se internacionaliza. La creciente presencia de creadores extranjeros en algunos campos (música, multimedia y diseño)[13] enriquece la vida artística y la capacidad competitiva de la ciudad, en la medida que se interconectan experiencias, redes de relación y cosmovisiones distintas. De todas formas, las posibilidades de muchos de estos jóvenes profesionales atraídos por el glamour de la ciudad para inserirse en el mercado laboral y creativo barcelonés quedan circunscritas a la propia dimensión del mismo y a la limitada capacidad exportadora de sus empresas. Asimismo, la mayoría de gestores de las empresas creativas locales operan básicamente a escala y para clientes locales (Pareja-Estaway et al. 2008b). De todas formas, en la medida que muchos proyectos se basan en profesionales independientes acostumbrados a trabajar conjuntamente (estructuras latentes) la densidad de contactos que se dan en la ciudad y en sus múltiples plataformas de encuentro es fundamental (desde iniciativas como el Inusual Crosstalent[14] a la rica vida de eventos y actividades artísticas). Finalmente, es interesante tener en cuenta que en el conjunto de la provincia de Barcelona, las actividades creativas que más han aumentado en la última década son las de software, videojuegos y edición electrónica, seguida de la arquitectura (relacionada con el recién, y ya finalizado boom del sector de la construcción). En valores absolutos, el comercio continúa siendo el ámbito laboral dominante.

A4 Vitalidad cultural y participación social

Una de las características tradicionales de la sociedad catalana era la enorme vitalidad de su asociacionismo cultural. Sin embargo, el menor compromiso social actual, una población más orientada al consumo, y una oferta pública y comercial mucho más amplia ha mermado buena parte de la actitud participativa y del voluntariado. En contrapartida, existe una mayor exigencia de calidad y de apertura cosmopolita, alimentada por una mejor educación artística y un más fácil acceso a las nuevas formas virtuales de amateurismo e interacción cultural. La participación vía Internet, tan común en los jóvenes de hoy, se complementa de momento con la cultura de calle que caracteriza al mundo mediterráneo.

Este conjunto de factores culturales sólo se explica en su interrelación con aquellos otros condicionantes de base de tipo económico, político o urbano que definen al país. En general, las últimas dos décadas han representado una mejora sustancial del nivel de infraestructuras y de gobernanza, aunque queda bastante camino por recorrer respecto a las regiones más desarrolladas de Europa Occidental (tal como se denota en la mayoría de indicadores sociales y económicos compilados por Eurostat). La integración de España en la Unión Europea en 1986 la situó en el contexto de unos flujos económicos, un sistema y una cultura política, así como una estructura social caracterizada por un capitalismo corregido por el estado del bienestar. La tradicional debilidad en infraestructuras y servicios se ha corregido lentamente, dejando de ser un factor crucial que impida el desarrollo cultural. En cambio, no se ha logrado que ninguna gran compañía multinacional, como Nokia en Helsinki o Siemens en Munich, tenga su sede central en Barcelona (Pareja-Estaway et al. 2008b). Solamente alguna gran empresa ha escogida la capital catalana para ubicar sus laboratorios de diseño atraídos por el glamour cultural de la ciudad.

Más allá de todos estos condicionantes, que permiten la lenta transformación de la ciudad, es interesante analizar la dinámica en términos de localización de algunas actividades culturales relevantes.

Localización de la actividad cultural

La distribución de la oferta cultural en el territorio se explica, en buena medida, como resultado de la historia pero también de las dinámicas sociales, económicas y políticas que caracterizan la ciudad contemporánea. Con el objetivo de evaluar la existencia o no de distritos industriales especializados en su seno, y las lógicas de interdependencia geográfica a que puedan dar lugar, se analiza la localización de algunas infraestructuras y profesionales culturales a lo ancho de la metrópolis barcelonesa.

En primer lugar, es interesante observar la ubicación de las salas de concierto de música moderna, miembros de la Asociación de salas de conciertos de Cataluña. Al ser éstas salas de titularidad privada, no existe el sesgo propiciado por una decisión arbitraria o ilustrada de una administración pública. En general, su ubicación en el territorio responde a motivos de oportunidad y rentabilidad económica, tradición cultural, y demografía. Este último factor no es totalmente determinante, pues siendo una condición casi siempre necesaria no es suficiente, pues muchas salas son iniciativa de pequeños colectivos singulares que emergen en un contexto local favorable. De las 47 salas asociadas, sólo 9 están ubicadas fuera de la región metropolitana de Barcelona y 9 en la corona metropolitana, mientras que el continuo urbano más próximo a la ciudad reúne las restantes 30 salas. La concentración en el núcleo de la metrópolis es claramente superior al que correspondería por número de residentes, de forma parecida al de otros equipamientos culturales especializados, pues se nutren de usuarios de toda Cataluña.

Figura 1

Localización de los auditorios y salas de concierto en la ciudad de Barcelona

Localización de los auditorios y salas de concierto en la ciudad de Barcelona
Fuente: Mapa nacional de l'oferta i els productes turístics. Elaboración propia

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Ya en el interior del municipio de Barcelona, y ampliando el estudio al conjunto de auditorios y salas de concierto de cualquier género musical, se observa de nuevo una desigual ubicación respecto a la densidad demográfica. La mayoría de salas se localizan en el centro histórico (Ciutat Vella y Eixample central), y en menor medida en el barrio “cultural” de Gràcia (círculos en color negro). Las salas ubicadas a lo largo de la Avenida Diagonal responden a las sedes de grandes empresas, bancos y edificios universitarios (círculo azul). Finalmente, destacan dos zonas fruto de momentos históricos particulares de desarrollo urbanístico por iniciativa municipal (círculos rojos): la montaña de Montjuïc y su complejo de museos y teatros (herencia de la exposición universal de 1929), y el Poble Nou con la villa olímpica y el nuevo distrito tecnológico @22. El resto de la ciudad se caracteriza por amplias zonas densamente pobladas sin prácticamente ninguna sala. De todas formas, el nivel de concentración aun sería mayor si se hubieran escogido como casos de análisis las galerías de arte o los anticuarios.

La buena red de comunicaciones internas hace probablemente innecesario la perfecta distribución de equipamiento cultural en la ciudad, en especial cuando no se trata de servicios de proximidad (como las bibliotecas) sino con un cierto nivel de especialización, y por lo tanto atienden un público mucho más amplio.

En relación a la ubicación de equipamiento cultural especializado o de centralidad, se plantean dos grandes cuestiones: el umbral de población, y su distribución territorial. La primera cuestión ha dependido tradicionalmente de variables como el capital cultural acumulado (medido a menudo a partir del nivel de estudios medios, el nivel de renta, o de forma más acertada en función del volumen de consumo pasado), así como el prestigio del producto cultural que se ofrece. Cabe temer en cuenta, que la oferta cultural genera de forma más o menos endógena su propia demanda (Throsby 1994), aunque ella misma es fruto de procesos sociales e institucionales impulsados por minorías ilustradas (en el caso de la cultura de elite) o por lógicas de mercado (en el caso de la cultura de masas). Asimismo, la transformación de las formas de consumo cultural a través de Internet pueden modificar los umbrales de viabilidad institucional o comercial de las distintas tipologías de equipamiento en función de cómo evolucionen las formas de acceso a la cultura.

Por su lado, la distribución o ubicación territorial depende en parte, como ya se ha comentado, de la densidad demográfica, la red de transportes y la conectividad (temporal y espacial) de la población, así como de la distribución territorial del nivel de renta. También está relacionado con el nivel de autonomía local y la consecuente descentralización del gasto público. Finalmente, cabe no olvidar el peso de la tradición y el capital cultural acumulado. Todas estas variables incorporan una dimensión histórica, pues la capacidad de inversión en equipamiento y conectividad constituye un activo no menospreciable acumulado en el tiempo. El resultado final en una magnitud como es el aforo de los teatros catalanes (donde ha habido una gran inversión pública de redistribución territorial durante las dos últimas décadas) sirve de ejemplo: el peso de la ciudad de Barcelona con sus 25.137 butacas implica un índice de especialización sobre su población (año 2007) del 167,7%, proporción que contrasta con el 74,3% del resto de la Región metropolitana, o el 89,7% del resto de Cataluña.

Tabla 3

Distribución e índice de especialización por distritos de los diseñadores residentes en la ciudad de Barcelona que forman parte del proyecto Terminal B. Noviembre 2008 (%)

Distribución e índice de especialización por distritos de los diseñadores residentes en la ciudad de Barcelona que forman parte del proyecto Terminal B. Noviembre 2008 (%)
Fuente: Terminal B (www.terminalb.org). Elaboración propia.

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La ubicación toma más valor cuando afecta territorios con autoridades locales en concurrencia. No es extraño, pues, que en el seno de las grandes metrópolis se compita para atraer actividades de alto valor simbólico o económico entre municipios limítrofes o con liderazgos enfrentados. Por ejemplo, la lucha por quedarse el cluster audiovisual ha sido grande entre el distrito @22, impulsado por el Ayuntamiento de Barcelona, y el proyecto de Parque Audiovisual de Cataluña en Terrassa. En este ámbito, Sant Joan Despí se ha beneficiado durante años de una decisión histórico con escasa carga local en su momento, la ubicación de la sede de la televisión pública catalana, pues a su alrededor se han situado numerosos estudios audiovisuales privados.

Sin ninguna duda esta concurrencia a escala local tiene poca importancia para el conjunto de la metrópolis, pero no para las arcas municipales, los propietarios de los terrenos o las instituciones que han invertido en una u otra opción. La competencia entre sedes puede ser positiva si obliga a reducir costes y a ofrecer mejores servicios, pero lo que cuenta es la capacidad de una región para atraer hacía ella talento y capacidad competitiva. “El ámbito geográfico de un cluster puede variar entre una ciudad, un estado o un país, y aun más allá, en una red de países vecinos” (Porter 1998).

Otra cuestión es la ubicación elegida por los propios profesionales como lugar de trabajo. Si uno se centra en el ámbito del diseño, el proyecto Terminal B del FAD reúne a más de 2.700 profesionales del sector residentes en la ciudad.[15] Estos profesionales, procedentes de más de cincuenta países distintos (el 25% son extranjeros), centran su actividad en los distritos del Eixample y Ciutat Vella. Pero, en términos relativos, el índice de especialización mayor (medido en relación a la proporción de habitantes de cada distrito) se da en el viejo perímetro medieval, en Ciutat Vella, donde se concentra asimismo la mayor proporción de población extranjera de la metrópolis. En cambio, distritos populares densamente poblados como Horta-Guinardó, Sant Andreu o Nous Barris cuentan con una proporción muy baja de diseñadores. Algunas ubicaciones emergentes se dan en ciertas zonas de Sant Martí (donde se ubica el 22@) o les Corts, y sobre todo en Gracia, el barrio con mayor solera artística.

Existen muy escasos estudios sobre localización de distritos culturales en España. El más reciente (Lazeretti, Boix y Capone 2008) define ocho sistemas de producción local diversificados, cuatro de ellos en la Región metropolitana de Barcelona (Barcelona, Sabadell, Mataró y La Garriga), y diecisiete sistemas de producción local formados por sectores culturales tradicionales. De estos últimos, siete están localizados en Cataluña, tres de los cuales fuera de la región metropolitana (Girona, Tarragona y Manresa), y cuatro en ciudades de la segunda corona metropolitana (Vilafranca del Penedès, Igualada, Sant Sadurní d´Anoia y Capellades).

Otra metodología alternativa consiste en analizar el peso relativo de las actividades quinarias en el territorio, y en particular de aquellas con mayor contenido cultural (información e industrias culturales; y arte, entretenimiento y recreación). En el año 2001, los ocupados en servicios quinarios representaban el 27,1% del total de ocupados de la ciudad de Barcelona, en relación al 16,1% en el resto de la Región metropolitana, y el 15% en el resto de Cataluña. Respecto al año 1991, el número total de ocupados quinarios había aumentado en la ciudad un 33,8%, pero en el resto de la Región metropolitana (municipio de Barcelona excluido), el número se dobla en sólo una década (Baró y Lasuén 2006). En esta área, los municipios donde más crece la actividad quinaria son los situados a lo largo del litoral mediterráneo.

Es sabido que a medida que las economías desarrolladas se terciarizan, los servicios quinarios aumentan a un ritmo mucho más intenso que el resto de sectores económicos, en especial los ligados al sector de la información y las industrias culturales, así como los servicios profesionales, científicos y técnicos. Según Lasuén y Baró, aunque los servicios quinarios están más concentrados territorialmente en los grandes núcleos urbanos que el resto de actividades económicas, se acentúa la tendencia a la descentralización interna en las grandes metrópolis. La ya citada dinámica de las economías de demanda se concreta en el territorio en forma de ciudades policéntricas constituidas por una malla de núcleos integrados.

En el caso barcelonés, la trasformación desde un sistema en red –con un centro jerárquico claro– a otro más horizontal o en malla, se da de forma lenta aunque continúa. Tal como se demuestra en un estudio reciente sobre la localización intrametropolitana de las actividades de información (Marmolejo y Roca 2008) “el centro metropolitano es concentrador de las actividades de la información y del conocimiento cuya producción per cápita es, potencialmente, más elevada dado el valor añadido en los procesos de producción y prestación de servicios”. Es decir, se asiste a un proceso de descentralización relativa creciente del empleo del municipio de Barcelona y su primera corona a favor de la segunda corona metropolitana. Sin embargo, las actividades más cualificadas se descentralizan menos de Barcelona en comparación con cualquier otra actividad. A favor de la tendencia descentralizadora juegan asimismo razones orográficas, históricas y políticas que facilitan un nivel de desarrollo endógeno y de autonomía de acción considerable a las distintas ciudades de la metrópolis (Bonet 2006).

A favor del paradigma de la ciudad post-postindustrial, cuyo centro metropolitano es el epicentro de la ciudad del conocimiento, se puede citar el diferencial de precios del suelo entre centro y periferia, y la indiscutible mayor capacidad de atracción de actividades creativas por parte de la ciudad central (Pareja-Estaway et al. 2007). Parece claro que Barcelona continúa siendo la gran proveedora de servicios avanzados y de conocimiento, pues no en vano concentra el capital simbólico, la acumulación histórica, y sus dirigentes mantienen una clara capacidad de liderazgo sobre el conjunto. Tal como se ha visto en los ejemplos utilizados, la parte central del municipio de Barcelona continúa ejerciendo su indiscutido papel de capital cultural, aunque las diversos subcentros metropolitanos, con capilaridades e interconexiones crecientes, juegan un papel creciente a la espera de nuevos datos sobre residencia y movilidad de la población.[16] De todas formas, en el censo del 2001, las actividades de información y las industrias culturales eran ya los servicios quinarios más centralizados. El municipio de Barcelona y el resto de la metrópoli concentraban respectivamente el 25,5% y el 22,3% de los ocupados quinarios, mientras que en el resto de Cataluña éstos representaban únicamente el 13%. Además, como otras grandes ciudades contemporáneas, dicha concentración de estos y otros servicios avanzados requiere personal especializado. Estos generan otro tipo de inmigración formada por profesionales con alto nivel de estudios, consumidores intensivos de servicios culturales.

Estrategias gubernamentales de apoyo al sector

Barcelona ha sido una ciudad especialmente preocupada por el desarrollo de un sector cultural con un perfil internacional, quizás consciente de que sólo a través de la cultura podía perfilarse como una capital con luz propia que trascendiera las fronteras políticas. Si en un primer momento el objetivo era existir en el mapa simbólico del mundo, rápidamente se observó la ventaja de convertirse en una ciudad de arte, con un patrimonio y un dinamismo cultural apetecible para turistas, y jóvenes estudiantes y profesionales de paso. Así, a la tradicional especialización editorial, los responsables municipales suman a inicios de los años noventa el turismo cultural y el plató cinematográfico como objetivos a conseguir. La exitosa marca “Barcelona es cultura” servirá asimismo para un nuevo reto: transformar la metrópolis en un foco creativo que vaya más allá de la producción para el mercado local. En paralelo, Barcelona hace gala de su liderazgo en el diseño de políticas culturales urbanas, como queda patente con el proyecto de Agenda 21 para la cultura, acogiendo la sede de Ciudades y gobiernos locales unidos, y participando activamente en muchos proyectos internacionales. La organización del Forum Universal para las culturas del 2004 debía ser la puesta de largo de este conjunto de estrategias, pero problemas de diseño interno, recursos financieros y malentendidos con la propia sociedad y con el gobierno español no lo permitieron.

Para lograr estos objetivos, la ciudad y el país se dotan de instrumentos de diseño estratégico compartidos con el sector empresarial y la sociedad civil. Barcelona pone en marcha consecutivos planes estratégicos –generales y específicos de cultura –, y a nivel catalán se redacta un Libro Blanco de las industrias culturales de Cataluña. Este conjunto de iniciativas, que abarcan muchas otras ciudades de la metrópolis, han generado una gran cantidad de informes técnicos y materiales de reflexión.[17]

El proyecto más emblemático de factoría cultural puesto en marcha en los últimos años es el llamado distrito 22@. Consiste en una estrategia de renovación urbana centrada en cuatro grandes clusters de la economía del conocimiento, entre ellos el sector de los media. Desde su puesta en marcha ha conseguido que universidades y empresas hayan ubicado en un espacio con una normativa urbanística especial sus centros de transferencia tecnológica más avanzados. También se brinda espacio a pequeñas empresas innovadoras para generar mayores sinergias y capacidad de intercambio. Para remarcar la tradición productiva del barrio se han mantenido algunos de los elementos arquitectónicos más emblemáticos de su pasado industrial (chimeneas o fachadas).

Junto a estas estrategias, cabría citar por su capacidad motora sobre la industria cultural local desde medianos de los años ochenta de la Corporación Catalana de medios audiovisuales. Esta entidad pública engloba el conjunto de canales televisivos y radiofónicos bajo la titularidad del gobierno catalán. Prácticamente todas las empresas del sector se han beneficiado de los contratos y las sinergias generadas desde la empresa audiovisual más importante existente en Cataluña.

Es difícil saber hasta que punto este conjunto de intervenciones gubernamentales son responsables de los cuatro factores que a nuestro parecer conforman hoy una capital cultural. El primer factor –la puesta en valor y transformación en producto de su patrimonio cultural heredado– es en buena parte responsabilidad de una política bien diseñada. El segundo factor –disponer de una malla de empresas culturales dinámicas– no sólo es más difícil de evaluar, sino que por la naturaleza de tema depende fundamentalmente de las propias empresas. De todas formas, parece evidente que estrategias como el 22@ ayudan a ello. El tercer factor –reunir una densidad de iniciativas culturales dispares conectadas interna e internacionalmente en redes globales – se ha logrado con independencia de la acción gubernamental. La necesidad de adaptarse a un mundo cada vez más global ha suplido el escaso dominio del inglés propiciado por un sistema educativo ineficiente. Finalmente, el cuarto factor –congregar un público local y foráneo exigente y con espíritu cosmopolita– ha sido posible gracias a una oferta cultural cada vez más amplia y de calidad, y la búsqueda de referentes internacionales para completar la producción local.

El resultado global podría adjetivarse de bastante positivo. Se ha logrado plenamente inserirse como una de las grandes ciudades de arte de Europa, pero se ha avanzado poco como factoría cultural. La actividad económica (en términos de ocupación y de generación de valor añadido) así como el saldo resultante en la balanza de pagos relacionada con el turismo que atrae la ciudad no puede compararse con dichas mismas magnitudes referidas a la producción cultural. El impacto económico de la ciudad de arte supera claramente al de la factoría cultural, y ésta contribuye a atraer nuevo talento y apoya la imagen de marca de los profesionales y las firmas establecidas en la ciudad. Quizás era la única opción posible. Ahora se trata de reforzar aquellas estrategias que permitan convertir plenamente la ciudad como una gran capital cultural.

A modo de conclusión

El caso barcelonés es paradigmático, pues ha conseguido en muy poco tiempo situarse en primera línea como uno de los grandes referentes culturales europeos, partiendo de un gran desconocimiento previo. Los Juegos Olímpicos de 1992 fueron usados como plataforma de lanzamiento de la imagen internacional de la ciudad, y para afianzar la propia confianza en las capacidades de desarrollo endógeno. El gran crecimiento del turismo hacia la ciudad, atraído fundamentalmente por la oferta cultural y de ocio, no deja de reflejar la fama de la ciudad como una de las principales capitales culturales del sur de Europa.

Evidentemente, dicha capitalidad no puede compararse con la de grandes metrópolis como Londres o París, o hasta cierto punto Berlín. Barcelona no es la capital de un gran estado (con la consiguiente concentración de grandes empresas, medios de comunicación y atracción de profesionales del resto del país y áreas de influencia) ni ha logrado concentrar una suficiente diversidad de producción cultural con capacidad de influencia internacional. Sin embargo, en determinados ámbitos, como el editorial, el diseño o la música electrónica, atrae profesionales, propuestas empresariales y consumidores de otras partes del mundo. En otros tan importantes como el audiovisual no logra despuntar al mismo nivel. La cuestión es como aprovechar la atracción lúdico-cultural y ciertas especializaciones sectoriales para potenciar una factoría creativa más plural e interconectada.

La actividad cultural y el proceso constante de puesta en valor del stock de capital cultural requieren de un esfuerzo de financiación pública directa bastante intenso. La experiencia barcelonesa parece indicar que en ciudades de estas características es más rentable a medio plazo el impulso a la actividad productiva de carácter creativo. Si se consigue triunfar, el impacto multiplicador y de arrastre sobre el sector turístico y sobre la propia actividad cultural es muy grande, e indirectamente influye sobre buena parte del sector servicios (comercio, transportes) y otros sectores conexos (como el de la construcción). Pero para que tenga realmente éxito (muchas ciudades compiten de forma desigual con el objetivo de replicar modelos como el de Barcelona o el de Bilbao), la ciudad debe congregar una alta densidad de iniciativas culturales, debe contar con unos profesionales y unas empresas dispuestas a proveer conceptos y servicios acordes con las expectativas creadas, y debe facilitar una real interacción entre dicha oferta y un público exigente y cosmopolita.

En Barcelona se ha producido un claro liderazgo público compartido por un tejido de profesionales y de instituciones privadas importantes. Ha existido una ilusión, una búsqueda de un modelo de gestión y de política, que de alguna forma ha permitido situarse en una posición estratégica. El cambio de ciclo psicológico que precede la crisis financiera internacional puede romper el círculo virtuoso que se había logrado.

Un territorio es competitivo no sólo por razones objetivas de índole económica, sino en la medida que el resto del mundo y la propia ciudadanía valora el capital cultural (tangible e intangible) acumulado. Ser capaz de poner en valor y explotar dicho patrimonio heredado y de impregnar con ello la producción contemporánea para ofrecer bienes y servicios diferenciados y con personalidad es el reto a conseguir.

El caso de Barcelona ha sido utilizado en el presente artículo para aplicar un esquema causal que parte de un conjunto de condicionantes de base cultural, económica y gubernamental que son la clave que permiten el desarrollo de cuatro grandes factores motores de conformación de una capital cultural. Este esquema se fundamenta en la literatura sobre economías de localización aplicada a distritos culturales y se ilustra con los ejemplos aportados.