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1. Introducción

Este artículo parte de dos premisas fundamentales. La primera es que la traducción es la herramienta más poderosa para lograr cauces antirrepresivos de intercambio textual, orientados no a perpetuar la desigualdad que encarna el lenguaje, sino a combatirla. La segunda, que los feminismos transnacionales son capaces de generar regímenes[1] textuales equilibrados, gracias a la propugnación, inédita en otros grupos sociales, de éticas polifónicas y colaborativas, así como de sinergias entre movimientos locales y globales. Pese a ello, la superación de la adscripción tradicional a las fronteras y los bloques geotextuales heredados del patriarcado supone, todavía hoy, un reto en nuestro campo. La territorialización del capital textual y sus flujos, o la asociación de ciertas textualidades a determinadas geografías como acto político, constituye lo que aquí entenderemos como geotextualidad. De acuerdo con lo que Lugones (2016) denomina la colonialidad del patriarcado, los sistemas epistemológicos dominantes han consolidado flujos desiguales de intercambio entre estos bloques (Reimóndez 2017), partiendo de jerarquías colonizadoras, donde lo masculino y lo femenino representan colonizador y colonizadx, respectivamente. Para desafiarlos, creemos necesario un análisis «interseccional», como propugnan Hill Collins y Bilge (2016/2020), de todos los ejes de opresión que aquejan los intercambios textuales, así como una apertura hacia lo que Lionnet y Shih (2005) denominan «transnacionalidades mínimas»: «intervenciones creativas producidas por redes de culturas minorizadas tanto dentro de como más allá de las fronteras nacionales» (p. 7). Para nosotras, dicha opresión se manifiesta claramente en los géneros textuales, convenciones discursivas que la traducción somete a constantes operaciones transnacionales.

2. Éticas traductoras feministas: metodologías transnacionales para la subversión de géneros literarios sexualizados

Así pues, el punto de partida de nuestro análisis son los trasvases de géneros textuales, testimonio de las convenciones comunicativas y percepciones de cada colectivo, en los regímenes de intercambio discursivo generados por la globalización. Hoy en día, campos novedosos de nuestra disciplina como los denominados «Estudios de la adaptación» (ver Milton 2009a; 2009b; 2010, o Krebs 2013, entre otros), nutridos de antecedentes claros pertenecientes a la teoría de la literatura (ver, por ejemplo, Hutcheon 2006) han convertido los «transgéneros» en objeto de estudio desde la óptica de la denominada «traducción intersemiótica» (Jakobson 1959). Mediante el término «transgénero», Monzó (2002) sugiere que, al anidar en las fronteras geotextuales, la traducción establece géneros textuales nuevos, discordantes con las convenciones, discursivas y socioculturales, tanto del contexto de partida como del de llegada. Aunque limitada, este fenómeno ha gozado de cierta atención en la traductología moderna, desde los primeros teóricos del polisistema, que subrayaron la importancia de los modelos textuales «prestados» en los sistemas literarios jóvenes (Even-Zohar 1979), hasta Berman, que diferenciaba, con cierto tono totalizador (ver Gouanvic 2001), los géneros textuales «mayores» de la «paraliteratura» (1984). No es, pues, casual que, durante el último tercio del siglo XX, los feminismos hegemónicos, y en particular la Escuela canadiense, se animaran a denunciar el desprecio de la textualidad patriarcal por los géneros populares y por las mal consideradas formas de parasitismo autoral.

Entre dichos géneros destaca la novela, destinada al entretenimiento y mayoritariamente cultivada por y para mujeres hasta principios del siglo XX, cuando su rentabilidad económica comenzó a atraer a los hombres y, consecuentemente, a procurarle mayor prestigio (Tuchman y Fortin 1989). Dada la resultante laxitud de los cánones que rigen este producto, tradicionalmente considerado menor, la crítica literaria feminista reciente ha explorado la subversión de algunas de sus tipologías como herramienta para la emancipación femenina. Así, por ficción feminista de género (feminist genre fiction), Cranny-Francis (1990: 1) se refiere a «[t]he feminist appropriation of the generic “popular” literary forms (…). [G]enre fiction written from a self-consciously feminist perspective, consciously encoding an ideology which is in direct opposition to the dominant gender ideology of Western society, patriarchal ideology». Entre los «géneros populares» implicados, todos ellos formas de la novela, esta autora destaca acertadamente la novela criminal. Efectivamente, frente a la vertiente tradicional o «conservadora» (Coward y Semple 1989: 51), donde el descubrimiento del o de la culpable conduce a una supuesta impartición de justicia y, en esencia, a la protección del statu quo patriarcal, hemos presenciado, durante las últimas décadas, la emergencia de una corriente «progresista». En ella se encuadran las políticas de «transnacionalidad mínima» (Lionnet y Shih 2005) impulsadas desde los espacios geotextuales no hegemónicos a través de la subversión de textualidades dominantes. De entre todos los colectivos responsables, las mujeres de los sures empobrecidos han comprendido mejor que nadie que ni la violencia ni la muerte inherentes a la miseria humana, de la que ellas reciben la mayor parte, se terminan con la aplicación de la ley o la búsqueda del percutor de un gatillo. Tampoco, como se ha observado en las últimas décadas, con la institucionalización de los feminismos angloeuropeos. Contrariamente, estos feminismos han devenido, como Lionnet y Shih advierten (2005: 7), «formas dominantes de transnacionalidad» que, en vez de aprovechar los nuevos espacios supranacionales para escuchar mejor a otrxs[2], terminan por asimilar la iniciativa de colectivos no hegemónicos. Como veremos con La muerte me da, de Cristina Rivera Garza (2008)[3], una novela negra de aspiraciones feministas puede destruir varios sistemas de creencias a un tiempo. Por un lado, los archiconocidos cánones, normas y leyes masculinos, que obstruyen la creatividad femenina en cada género textual, y, por otro, los instaurados por los feminismos de la primera ola, que, habiendo conquistado la novela, el despacho y la cátedra en sus naciones hegemónicas, han pasado tranquilamente a otros asuntos.

¿Cómo analizar, pues, la subversión de un transgénero como la novela negra que persiga la emancipación de los feminismos no hegemónicos? En este sentido, el denominado «Nuevo textualismo» (Hurley y Goodblatt 2009) concibe relaciones más equilibradas entre lxs agentes participantes en la creación literaria y, en particular, formas de autoría «fragmentadas», que permiten considerar el intervencionismo feminista en los textos patriarcales como una «colaboración subversiva» (Chamberlain 1988; Jill-Levine 1991; Cobb 2015). Integrables en esta perspectiva son las estrategias feministas formuladas por von Flotow (1991): los prefacios, notas al pie, suplementaciones y secuestros textuales, todos ellos recursos que curiosamente recuerdan a la época de mayor poder de la traducción patriarcal, el medievo (Delisle 1993), a caballo entre los procesos de traducción y edición crítica. Así, la denominada transedición (Stetting 1989), definida originalmente como mediación apolítica en los modelos discursivos de partida[4] (ver también Reiss y Vermeer 2014), puede reformularse como cauce de «transnacionalidades mínimas» feministas (Lionnet y Shih 2005). Pero, sobre todo, esta transedición feminista puede reordenar las alianzas propias de los entornos editoriales tradicionales, todas ellas habitualmente monetizables, bajo un nuevo orden de «economías afectivas» (Eichhorn y Milne 2016), que den cabida a solidaridades feministas más allá de los cortos designios del marketing y, por tanto, de la visión hegemónica que las corrientes europea y norteamericana han impuesto.

3. Feminismo transnacional y la novela negra antihegemónica: La muerte me da, de Cristina Rivera Garza (2008)

Efectivamente, a continuación trataremos de argumentar cómo, a la luz de las actuales éticas feministas transnacionales, una ficción de género feminista como la (anti-)novela negra que aquí escogemos se articula en una posición crítica con respecto a dos vértebras textuales y epistémicas claves. La primera es la patriarcal, que ha impuesto los patrones por los cuales cada género textual puede conectar con las realidades sociales que lo (re-)producen. La mayoría de géneros, como venimos diciendo, se adoptan mediante regímenes de circulación internacional desiguales, por lo que se limitan, si no son contestatarios, a reproducir. La segunda es la feminista clásica, uno de los varios intentos dentro del tercio hegemónico del planeta por cuestionar un sistema que, efectivamente, oprime a todos los colectivos no hegemónicos a la vez. No obstante, en la subversión de dicho sistema, como hicieron anteriormente otros movimientos insurgentes intrapatriarcales, los feminismos angloeuropeos han excluido aquellas identidades no contempladas en la dramatización hegemónica de la feminidad. Cuando estas voces ausentes en los movimientos feministas canónicos toman la palabra, entendemos bien que intenten sacudirse los resabios excluyentes de los que la mayoría de sus antecesoras, blancas, de clase media y profesoras universitarias en países hegemónicos, no pudieron desprenderse a tiempo. Esto resulta de especial relevancia en el caso de la autora de la obra analizada, Cristina Rivera Garza. Efectivamente, y como han reconocido otras feministas, la «posición no hegemónica» de esta escritora se encuentra «(…) mediada por varios ejes de poder hegemónicos» (Reimóndez 2017: 42). Aunque es profesora en una universidad estadounidense, la Universidad de Houston, su entorno acusa fuertemente el choque entre las culturas migrantes mexicanas y la cultura dominante del país. No nació en Estados Unidos, sino en Matamoros, localidad del estado de Tamaulipas, limítrofe con su actual país de residencia a lo largo del río Bravo. En la novela, en cambio, la ciudad anónima donde suceden las muertes podría ser México D. F., donde la vida de las clases pudientes contrasta fuertemente no solo con la pobreza de algunos de sus sectores, sino con aquella de otras regiones del país, y particularmente las zonas fronterizas. La violencia, sin embargo, y en particular la violencia contra las mujeres, es «interseccional» (Hill Collins y Bilge 2016/2020), traspasa los estratos sociales, y no deja de suceder, por mucho que algunxs así quieran creerlo, al cruzar las mismas líneas geográficas que suelen engendrarla. La noción de frontera, como otras teóricas latinas han defendido, parte de experiencias vitales en las zonas limítrofes de las geografías hegemónicas, pero no se limita a ellas: «(…) [t]he Borderlands are physically present wherever two or more cultures edge each other, where peopIe of different races occupy the same territory, where under, lower, middle and upper classes touch, where the space between two individuals shrinks with intimacy» (Anzaldúa 1987: i)[5].

Rivera Garza se ubica hoy en la clase media e ilustrada norteamericana. Esta constatación de base, sin embargo, no puede verse inalterada por su identidad, ni por sus experiencias transculturales y de género. Como cualquier voz disidente que alcanza cierto reconocimiento, su difícil equilibrio entre hegemonía y margen debe apreciarse, y no descalificarse, partiendo de las contradicciones que necesariamente implica. Pero, sobre todo, su posicionamiento requiere un análisis más allá de las desigualdades que las geografías forzosas tradicionales imponen. Así, la creación de un espacio transnacional en su novela permite concebir las fronteras y, por tanto, los conflictos, más allá de las cartografías patriarcales, construyendo el marco donde «transnacionalidades mínimas» y «dominantes» (Lionnet y Shih 2005) puedan encontrarse.

3.1. «Antinovela negra»: La renegociación del espacio urbano, la violencia y las jerarquías de género

Aunque explota algunos rasgos canónicos necesarios para reconocer el género, La muerte me da no es sino lo opuesto a la novela negra. Cierto es que, como puede esperarse de este género (Giardinelli 1984: 17), en ella se producen una serie de asesinatos mediante un idéntico modus operandi, en diversos puntos de una geografía urbana anónima. Esta última, como en muchos de sus antecedentes anglosajones, se describe de manera negativa («La ciudad siempre es un cementerio», p. 24). Por otro lado, la descubridora del primer cadáver es la propia Rivera Garza, escritora y profesora universitaria, experta en escritura feminista, que termina colaborando con la Detective en sus pesquisas, y cuya posible vinculación con los crímenes se sugiere en diversos momentos. Son estos, asimismo, dos giros considerablemente reconocibles en la tradición del género. Otra figura clave es, por tanto, la Detective[6], responsable policial de la investigación, cuya vida privada despierta inquietud en lxs lectorxs, algo que cuenta con sólidos antecedentes en la novela negra. Finalmente, el sádico individuo tras esta cadena de crímenes, identificado como Grildrig en la última parte de la novela, que castra a víctimas masculinas, se adscribe a ciertos rasgos consolidados por la tradición al entablar un diálogo con sus captoras mediante notas que deja junto a los cadáveres, con citas de Alejandra Pizarnik sobre la castración. Acecha, como ocurre en otras obras, a la escritora en su colaboración con la detective, y termina dejándole anónimos en lugares tan privados o inaccesibles que su omnipresencia resulta aterradora. Finalmente, la policía señala y detiene a un culpable, a lo que sigue una declaración institucional por televisión para devolver la tranquilidad a la población masculina, presa del pánico.

Pese a los reconocibles recursos anteriores, La muerte me da ha sido catalogada como «antinovela negra» (Close 2014), y ello, precisamente, por el uso subversivo que de ellos realiza su autora. En primer lugar, símbolo del poder colonial occidental y la supremacía masculina, en la gran ciudad donde transcurre la novela se deconstruyen, sin embargo, los roles de género típicamente asociados a la violencia moderna. Las víctimas no son, pues, los seres más débiles en sus jerarquías, las mujeres o los niños, sino los hombres, mutilados y asesinados por el mero hecho de serlo. A su vez, el género dxl asesinx es la gran incógnita que arrastrará el equipo de la investigación, insólitamente dirigido por una mujer con el apoyo de un subalterno, Valerio, y de la propia Rivera Garza, cuyas enigmáticas respuestas al ser consultada sobre las citas de Pizarnik dejadas junto a los cuerpos hacen de ella una sospechosa más. A la vez, paradójicamente, la escritora se convertirá en blanco de la persecución intelectual de Grildrig, tan despiadadx como brillante. De alguna manera, y como iremos argumentando a lo largo del artículo, la decisión de Rivera Garza de protagonizar el relato sin anonimización ni pseudónimos pone de manifiesto, una vez más, que «lo personal es político» (Hanisch 2000) también en las regiones no hegemónicas del globo.

Son las voces que resuenan entre estas páginas las que estructuran la trama, con el protagonismo de cada una de ellas o sus vivencias en los distintos bloques, efecto intencional de la autora que queda reflejado en el complejo índice de la novela. Cuando la novela tradicional y, particularmente, la novela negra patriarcal emplean este recurso, el objetivo es pertrechar gradualmente al público lector con la información que cada voz puede aportar al esclarecimiento del crimen. En La muerte me da, sin embargo, las voces que van sucediéndose en el relato parecen desinformar progresivamente a quien lee. En el bloque narrativo que protagoniza la escritora (alter ego sin anonimizar de Rivera Garza), esta parece desdoblarse entre su posición pasiva de testigo («La testigo», cap. 65), de actitud colaboradora, y la performativa dxl asesinx, cuya conexión con ella es, cuando menos, siniestra, llegando a sugerirse, por la afición literaria de ambxs, un desdoblamiento de personalidades («¿Y no te parece que esa mujer o ese hombre escribe mucho como tú?», p. 256). Así, se emplean una multitud de metáforas entre escritura y cuerpo que se reflejan en una combinación visionaria de tipologías textuales y, como veremos en el siguiente apartado, lenguajes: poético/visionario, administrativo, académico/ensayístico, epistolar, etc.

Efectivamente, a lo largo de toda la obra detectamos conexiones novedosas entre el acto de la escritura y el asesinato o la mutilación, que parten de una cita de Cixous, traducida al español por una mano anónima y bibliográficamente descontextualizada, en la contraportada: «víctimas de las preguntas: ¿Quién me está matando? ¿A quién me estoy entregando para que me mate?» («all great texts are prey to the question: who is killing me? Who am I giving myself to kill?»). Dicho pasaje encuentra sus ecos en varios puntos de la narración:

Nada está oculto, Cristina. Los signos van abiertos. La frase va abierta. Todo está roto. Partido en dos. En tres. Desmembrado. El cuerpo. El texto. Todo es Superficie. Una Grieta. Corte. Pausa. (…)

p. 68

Esto es una broma, no una hoja de afeitar, Cristina. ¿Pero qué hay más hiriente que el sentido del humor? ¿Qué corta más que una palabra?

p. 93

(…) Quiere protegerlos de todo, sobre todo de sí misma. (…) La Detective (…) necesita saber no quiere saber sabrá. Los descuartizará otra vez. Los mostrará, ufana, sobre la mesa limpia de una página.

sic, p. 105

Estas metáforas, ubicadas mayoritariamente en la reproducción de los anónimos de Grildrig y en los pasajes en que un narrador omnisciente nos describe «la mente de la Detective», responden a un principio fundamental en todo el desarrollo de la novela, refrendado por el sujeto criminal: el lenguaje tiene un poder performativo, que hiere, mutila e incluso mata. De ahí la elección del poema de Pizarnik «En esta noche, en este mundo» (1971-72) como uno de los mensajes que acompañan a los cadáveres, que aúna la preocupación feminista clásica por una lengua coercitiva con la obsesión visionaria de la poetisa por la castración: «(…) La lengua natal castra / la lengua es un órgano de conocimiento / del fracaso de todo poema / castrado por su propia lengua (…)». Esta atracción homicida por el texto une también a la Rivera Garza ficticia con Grildrig, como lo muestra la serie de anónimos que recibe de estx últimx, recogidos en el segundo bloque («La viajera con el vaso vacío»). De nuevo la traducción, en su modalidad interlingüística, actúa como mecanismo de desestabilización autoral y abre esta sección con dos citas ya aparecidas al principio de la novela: la sentencia de Cixous, mencionada más arriba, y un pasaje de Renata Salecl, las cuales comentaremos con mayor detalle en la próxima sección. Efectivamente, la función de este bloque, enteramente intertextual, es diluir las fronteras de autorías e identidades en varios sentidos. En primer lugar, se cuestiona un supuesto antagonismo entre los roles de la escritora y Grildrig, hasta el punto de sugerirse un desdoblamiento de personalidades:

(…) Y me quedé inmóvil mientras tú no te moviste, intentando, incluso, contener la respiración. Estatua como tú. Y traté de identificar ese punto del horizonte donde se perdía tu mirada y donde esa mirada te volvía a encontrar (…). Y guardé silencio también como tú, por mucho rato. Dubitativamente, Y, al final (…), sonreí cuando tú sonreíste (…).

Me llamo Joachima Abrämovic. Y no sé, en realidad, quién soy.

p. 61

(…) Tú sabes, por supuesto, que no soy Joachima Abrämovic; pero estoy segura de que, como a mí, te gustaría llamarte así.

p. 62

La inestabilidad de identidades, no obstante, va más allá, a través de los sucesivos pseudónimos que adquiere Grildrig: «Joachima Abrämovic», adaptación de Marina Abramovic, y «Gina Payne», deformación de Gina Pane, dos artistas conceptuales que con frecuencia retratan mutilaciones corporales. Se sugiere así un puente entre el asesinato y la creación artística, particularmente la literaria, acompañado, una vez más, de metáforas entre texto y cuerpo, entre escritura y asesinato:

(…) Mi letra. Esta manera como resbala la pluma sobre la hoja, sin compasión. Y el erótico fulgor de la tinta: marrón, sí, mezclada con vino. Burgundy. Pruébala. Mi tinta. Tu sangre. Esta marca, Cristina. Inolvidable. Lo verás. Me llamo Gina Payne. Y acabo de cortarte.

p. 67

(…) Nada está oculto, Cristina. Los signos van abiertos. La frase va abierta. Todo está roto. Partido en dos. En tres. Desmembrado. El cuerpo. El texto. Todo es superficie. Una grieta. Corte. Pausa. Ve: (…).

p. 68

Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos de álamos nevados?

sic, p. 69

En esta transposición ficticia de identidades que conecta arte y muerte, un aspecto crucial debe reseñarse: que todas las mujeres aludidas, desde la propia Rivera Garza a Abramovic o Pane, existan realmente supone, de nuevo, superar las fronteras confortables de la ficción noire y desenmascarar la atroz verdad humana que reside en esta obra. No se busca, pues, entretener, o que lxs lectorxs olviden sus vidas, sino una auténtica reflexión sobre nuestra naturaleza. Rivera Garza, por otro lado, al situarse como personaje e incluso como posible asesina, ni se esconde ni se autoexculpa, reconociendo así, quizá, su estatus en los círculos hegemónicos que critica. Este posicionamiento valiente por parte de la escritora irá desgajándose a lo largo del artículo.

La perspectiva de la Detective, por su parte, también alude constantemente a la conexión entre pulsiones creadoras y suicidas que vertebra la novela. La necesidad de investigar, cotejar, clasificar y extraer datos supone, en su caso, desentrañar de nuevo a las víctimas. «Rendirlas, exprimirlas y desecharlas» (p. 82). La minuciosa redacción de sus informes de investigación y, en definitiva, la búsqueda obsesiva de verdades que el lenguaje no ofrece supone, efectivamente, volver a diseccionarlas, matarlas de nuevo. La falsedad de las novelas negras clásicas, que creen en la infalibilidad del análisis verbal para desenmascarar verdades, se ve, de hecho, con ironía en un fragmento proferido por una voz exterior, anónima: «lo que está escrito en una hoja suelta: (…). Lo que se oye: (…). Lo que en realidad pasa: / eso no lo puede saber la novela.» (p. 82). Así, en el bloque que presenta la perspectiva de la investigadora, narrado por una voz omnisciente, se nos descubre el ya citado proceso de «des-entrañamiento» que tiene lugar en su mente. Según saben todos en la policía («Todos estamos al tanto aquí», cap. 33), la Detective ha sido responsable del asesinato de un hombre en el pasado, cuya motivación y posteriores consecuencias no se nos proporcionan. Es, por tanto, juez y parte de la violencia de los géneros, que parece haber cambiado sus tornas y siembra el terror entre la población masculina. A ello contribuyen efectos de repetición, como su insistencia en que también una mujer pudo haber cometido los crímenes, así como gestos idénticos a los que realiza Grildrig en otras partes de la narración.[7]

Como en el bloque narrativo de la escritora, algunas de las escenas sexuales, descontextualizadas y anónimas, empiezan a sugerirse como protagonizadas por ella y, conforme avanza la trama, se aprecia una creciente alarma por la posible culpabilidad de su enigmático amante, con el que, ya en el bloque tercero, aparece encamada, siempre asaltada por la duda. También la relación de la Detective con su subordinado, Valerio, refleja que, como se repite frecuentemente en la obra, «solo el acoso de la muerte nos avienta con tanta furia hacia un cuerpo desconocido» (p. 204). En nuestra opinión, Valerio ocupa un papel fundamental en la trama. En dos momentos de la obra se recogen sendas versiones de sus informes policiales, de las cuales solo la segunda es auténtica, tal y como indican los epígrafes del índice («El reporte de Valerio», cap. 44 del bloque narrativo de la Detective, y «Los verdaderos reportes de Valerio», título del bloque del propio personaje). La primera, caracterizada por una prosa poética y onírica es, como puede imaginarse, la antítesis de un género aséptico como este, y sugiere una relación amorosa entre Valerio y su superior. La segunda, sin embargo, contiene una descripción cartesiana de la escena del crimen descubierta por la escritora, a la que este vuelve a señalar, por sus compulsiones, como una posible asesina. A partir de ese momento, su atracción por la Detective se muestra discreta y elegante, sutil y, sobre todo, estimulante ante la pantomima judicial que termina cerrando el caso y poniendo a un hombre entre rejas. Su descripción del especial televisivo en que el Jefe de la Policía lanza el comunicado es, pues, la muestra definitiva de que ley y justicia poco tienen que ver:

(…) Hay ruido, mucho ruido. Ruido de micrófonos y de gente. El segundo hombre aparece detrás de unas rejas, el rostro sin expresión. El primer hombre explica que el segundo hombre ha confesado. Un psicólogo se encarga ya de explorar su mente, dice. Luego aparece un comercial.

p. 293

Aquí detectamos la característica fundamental de una ficción de género surgida, como venimos argumentando, de la subversión de bloques geotextuales canónicos, hegemónicos. («¿Y si fuera alguien como tú o como yo?», p. 160). Esta novela policiaca, novela claramente política, no solo reconoce la imposibilidad de establecer el género dxl asesinx, sino que, como ilustra la ambigüedad moral de los personajes, denuncia la responsabilidad conjunta de la sociedad en cuanto a formas de violencia incomprensibles fuera de los géneros binarios.

3.2. Hacia nuevas éticas feministas: La «antinovela negra» feminista como auténtica novela política

Por su establecimiento de un régimen de negociación subversiva con los patrones detectivescos anglosajones, La muerte me da constituye un ejercicio eficiente de transgénero bajo una ética feminista, transnacional. Podemos, pues, catalogarla de transnacional por varios motivos. Primeramente, porque se genera desde el espacio liminar en el cual se encuentra la autora, a caballo, como se ha indicado ya, de las contradicciones entre hegemonías y periferias geopolíticas. En segundo lugar, por su rechazo a adscripciones geotextuales marcadas en la ubicación de la trama. La omisión de este aspecto, crucial en tantas novelas policiales de denuncia, podría parecer a muchxs contraproducente, especialmente dada la situación de las mujeres en México y en su frontera con Estados Unidos. Ya existen, no obstante, exponentes masculinos del llamado neopolicial mexicano (Carpio-Parra 2016; Carpio Manickam 2017) que denuncian las formas de violencia patriarcales y, por tanto, «nacionalizadas» de mayor arraigo en el país y sus fronteras: el narcotráfico, la trata fronteriza de inmigrantes y la figura del padrote o proxeneta, entre otros. A Rivera Garza, sin embargo, le interesa politizar la violencia más allá de esos cortos márgenes. Para ello, como veremos, se incrustan a modo de interrogante citas y, por tanto, voces, que dialogan con la propia novela sobre violencia y muerte, procedentes de varias tradiciones epistémicas y geotextuales. Su reproducción, a veces reiterada en varios momentos de la trama a través de traducciones anónimas, carece de las debidas referencias bibliográficas, con el fin de diluir la pesada noción de autoría patriarcal. Tales aportaciones acompañan a lxs lectorxs en la aprehensión progresiva de tres cuestiones fundamentales: La responsabilidad de la concepción binaria de los géneros en las formas de violencia; la inestabilidad de la pluralidad de identidades, incluida, aunque no sea la única, la sexual, que configuran a cada individuo; y el fracaso de la legalidad en el atajo de violencias sistémicas, colectivas.

Así pues, una forma de intervención fundamental para la posibilitación de éticas feministas transnacionales en esta obra es la ya citada transedición (véase apdo. 2 de este artículo). Esta práctica no es llevada a cabo por parte de la editorial, sino por la propia autora, que dispone de manera particular y re-trabaja fragmentos textuales aparentemente ajenos a la trama, a veces encuadrados en sistemas epistémicos cerrados. La autoría, por tanto, ya no reside tan solo en los textos originales, sino que revaloriza las traducciones intersemióticas, aquellas que, como se ha explicado anteriormente (ver apdo. 2 de nuevo), se producen entre sistemas de codificación textual y esferas de creencias diversos, responsables, por tanto, de la creación de nuevos transgéneros. Tampoco excluye, como estamos a punto de ver, el trasvase interlingüístico como fenómeno creativo. La traducción es, en definitiva, reforzada en esta obra como herramienta crítica en sus muchas modalidades. Combate regímenes de recepción limitantes y posibilita una reflexión ética sin adscripciones geotextuales.

La transedición se observa en dos dimensiones de la obra: las intertextualidades y las ficciones teóricas. Desde una óptica feminista, las intertextualidades constituyen, en palabras de Julia Kristeva, una forma de «conseguir que la Historia quede grabada en nosotros» (Kristeva 2002: 7, nuestra traducción). Se forjan en «el diálogo de un texto con todos los demás» (Voldeng 1987: 51, nuestra traducción), caracterizado por «considera(r) la Historia un texto en sí misma» (Kristeva 2002: 7, nuestra traducción). Descrita originalmente como un diálogo global, transnacional y transversal, resulta impropio que esta estrategia haya devenido, en manos de los feminismos angloeuropeos, un sistema mecánico, de muestrario cerrado (von Flotow 1991: 69). No así en La muerte me da. Dada su importancia en la transgresión de las fronteras entre géneros textuales, comentaremos con mayor detalle la mayoría de casos de intertextualidad en nuestra descripción de las ficciones teóricas. Aquí, sin embargo, deseamos aclarar la importancia de la transedición y el trasvase interlingüístico en el diálogo de estas citas con la novela. En su contraportada, Rivera Garza parte de la ya mencionada cita de Cixous, que, curiosamente, aparece aquí traducida y anonimizada («víctimas de las preguntas: ¿quién me está matando? ¿a quién me estoy/ entregando para que me mate?»). Un fragmento más completo, en sus versiones inglesa y española y con mayores orientaciones bibliográficas, introduce la reproducción de los anónimos que Grildrig dirige a la escritora, en otro ejercicio de intertextualidad, esta vez circunscrito a la ficción. Hacia el final del libro, de nuevo la cita de Cixous («Prey to the question who’s killing me? Who am I giving myself to kill?») da nombre al capítulo 96, donde las dificultades para atrapar a Grildrig y lograr justicia ya han hecho mella en el equipo de investigación. Según hemos podido averiguar, la cita, quizá traducida al español por la propia Rivera Garza, procede de una obra de Cixous en inglés, Three Steps on the Ladder of Writing (Cixous 1994) y, en concreto, del ensayo «School of the Dead». Esta colección de ensayos, basada en los seminarios de la propia Cixous, tiene la particularidad de haber sido publicada directamente en inglés, gracias a la intervención de Sarah Cornell y Susan Sellers. Por ello, no existe original publicado en francés, aunque esté catalogada como una traducción de esta lengua por el Index Translationum (UNESCO). Observamos, pues, que Rivera Garza no da puntada sin hilo. Si seguimos el consejo de uno de sus personajes, el editor Santiago Matías, y nos implicamos personalmente en el enigma de estas voces enmarañadas, encontramos que incluso esta cita descontextualizada presenta autorías fragmentadas, precisamente a través de sucesivas traducciones. Por tanto, texto origen (los seminarios de Cixous en Estados Unidos) y textos meta (su edición en inglés, su traducción para esta novela) son indisociables. Así, vemos que esta transedición es algo progresivo, sutil y, aunque aparentemente formal, de impacto notable en la interpretación de conjunto. La disposición del proceso de lectura es, pues, de tipo deconstructivo, y despoja de privilegios a nombres sobresalientes como el de Hélène Cixous, elidido para permitir interpretaciones más libres, que dialoguen con la creación de Rivera Garza. Y es que la veneración nominal es un asunto espinoso en los feminismos canónicos, cuyo interés por la literatura femenina es en singular, obviando así la mayoría de obras no escritas originalmente en inglés, francés o, en ejemplos casi extravagantes, en alemán. En la obra que nos ocupa, el propio título es una intertextualidad, procedente de los diarios íntimos de Alejandra Pizarnik, publicados en una fecha considerablemente reciente por Ana Becciu (Pizarnik y Becciu 2013)[8]: «La muerte me da / en pleno sexo». Más allá de ilustrar el modus operandi del personaje oculto tras los crímenes, Rivera Garza pretende mostrar la obra de esta autora judío-argentina, de padres huidos de Europa y, por tanto, con una identidad fluida y transfronteriza. También los fragmentos que Grildrig deja junto a sus víctimas o las citas en sus cartas a la Escritora proceden de sus versos o, particularmente, de dicho diario, lo cual supone revalorizar escritos anteriormente considerados como privados y casi paratextuales. Los textos privados de la poetisa sin duda reflejan las perspectivas que sobre sexo y muerte albergaba quien acabó suicidándose a una edad temprana.

Resulta evidente, por otro lado, que la autora ha realizado una intensa labor de arqueología textual, subversiva en ocasiones con la epistemología europea (p. 268). Frente a los feminismos ya establecidos, su concepción de la intertextualidad aboga por una fluidez sexual/textual que permite denunciar desigualdades más allá del binomio hombre/mujer. Parte de dicha fluidez son las transgresiones entre géneros textuales, resultantes en los ya citados transgéneros, que permiten a los feminismos romper con los cánones patriarcales. Ejemplo de ello son las llamadas ficciones teóricas (fiction theory), definidas por Kathy Mezei de la siguiente manera:

(…) Nicole Brossard uses «fiction» negatively in L’Amer to imply that fictions or constructs created by the patriarchy and compliant women in which women are made into objects [sic]. But her «fiction théorique» is something else—the text as both fiction and theory—a theory working its way through syntax, language and even narrative of a female as a subject, a fiction in which theory is woven into the texture of the creation, eliminating (…) distinctions between genres, between prose, essay, poetry, between fiction and theory

en Godard, Marlatt et al. 1986: 7-8, énfasis nuestro

Efectivamente, la ficción canónica, tal y como la ha concebido el patriarcado, se compone de géneros que han hecho de la mujer un objeto. En el caso de la novela negra, las comparaciones, por ejemplo, de mujeres mutiladas con maniquíes desmontados han sido especialmente perjudiciales (véase La dalia negra, de James Ellroy, 1987). Contestatariamente, en La muerte me da se muestra de manera crítica la eterna cosificación de lo femenino: «Yo siempre soy la muñeca: ¿qué mujer que es mujer no es la muñeca?» (p. 51). A su vez, se describen como muñecas los cadáveres castrados: (…) «Las muñecas desventradas: ¿y no es un hombre sin pene una desventrada muñeca?» (p. 51). Esta cosificación del género masculino también se observa en los informes casi estadísticos que maneja la Detective de las víctimas, y en la constante referencia a ellas mediante simples números, despojándolas de identidad y subjetividad (p. 106). Sin embargo, no se recurre a una simple inversión vengativa de roles, sino a la explotación de perspectivas no hegemónicas, enunciadas por mujeres, sobre la muerte y la integridad corporal. Así, mediante una intertextualidad genial de Frankenstein, de Shelley (1818), Grildrig señala en uno de los anónimos que es precisamente ese truncamiento de cuerpos inertes lo que puede llegar a engendrar una vida creativa (p. 91), facilitándonos una vía a la mente dxl asesinx.

En lo que atañe a los mecanismos concretos empleados por la autora para lograr ficciones teóricas subversivas, una serie de ejercicios de la ya mencionada intertextualidad merecen nuestra atención, tanto en su modalidad externa, o basada en productos textuales ajenos, como interna, producida entre pasajes o segmentos del propio texto[9]. Con ellos, Rivera Garza persigue varios objetivos. Una reivindicación fundamental en su obra es la eliminación de las fronteras entre géneros textuales dispares: la prosa, la poesía, el ensayo y, por supuesto, la ficción y la teoría, de estatus desigual en los cánones patriarcales (Godard 1987: 6). Asimismo, otra constante es la exhortación a una lectura ideológica de la rica polifonía en la novela, donde la consideración dispar de que gozan sus autorxs y la ya comentada fragmentación de autorías permiten sugerir nuevas interpretaciones que convivan con la trama. Finalmente, Garza construye conscientemente un metadiscurso narrativo, por el que a la intrahistoria se superpone una ficción de orden mayor, dedicada a narrar las vicisitudes que han llevado a la publicación de una obra basada en los crímenes por parte de una editorial ficticia. Esta trama superior permite dislocar la cronología y la lógica tradicionalmente esperadas de la ficción de detectives, pero, sobre todo, y como veremos, discutir una serie de cuestiones éticas de primera magnitud para los feminismos. En esta ficción teórica resulta fundamental la carga autobiográfica de la propia Rivera Garza, materializada en el personaje homónimo de la escritora, en un claro caso de lo que Gloria Anzaldúa denominó la autohistoria/teoría:

Writers of autohistoria-teoria blend their cultural and personal biographies with memoir, history, storytelling, myth, and/or other forms of theorizing. By so doing, they create interwoven individual and collective identities. Personal experiences—revised and in other ways redrawn—become a lens with which to reread and rewrite existing cultural stories. Through this lens, Anzaldua and other autohistoria-teoristas expose the limitations in the existing paradigms and create new stories of healing, self-growth, cultural critique, and individual/collective transformation. (…)

Anzaldúa y Keating 2009: 319[10]

El hecho de que la autohistoria/teoría mezcle datos autobiográficos de la escritora con «las memorias, la historiografía, las narraciones, el mito y/u otras formas de teoría» (nuestra traducción) permite politizar el mero acto de la citación, sin por ello imponer ciertas lecturas sobre otras. Esto hace de los transgéneros procesos productivos para los feminismos transnacionales. En ellos, se otorga a la narración de la privacidad femenina capacidades reivindicativas, a través de su interconexión con productos textuales tradicionalmente considerados de mayor valor epistémico. Así, en el capítulo 15, «Autoría» (p. 65), la Periodista que está escribiendo una novela sobre los asesinatos irrumpe en una de las clases de literatura de Rivera Garza. Allí se está debatiendo, en efecto, la legitimidad de la noción de «escritura femenina», cuya existencia como discurso diferenciado ha sido ampliamente debatida (Godard 1989: 44). En este pasaje, narrado en primera persona por la escritora, observamos de nuevo una autocrítica de la connivencia entre hegemonía y subversión presentes en su vida. Al inicio, se nos presenta un debate con lxs alumnxs perfectamente orquestado por ella, a base de preguntas «con las que intentaba que concibieran o, al menos, imaginaran el origen del argumento contrario» (p. 49). Solo con las intervenciones de la citada periodista comienza a explorarse y cuestionarse el posicionamiento de la propia Rivera Garza en la cuestión, y a criticarse la adscripción a los feminismos hegemónicos de la bibliografía propuesta para la asignatura, así como la falta de reflexión en lo que atañe a su propia praxis como escritora:

—¿Y cuál es su postura? —(…).

—Creo que eso está claro en la selección de lecturas —(…).

—Pues a mí no me lo parece. Las lecturas —y elevó las copias de todas ellas— representan los puntos de vista dominantes, aún los opuestos.

(…)

—Los escritores escriben (…) no sólo con lo que conocen del mundo o de ellos mismos, sino, sobre todo, fundamentalmente, con lo que desconocen, del mundo y de ellos mismos.

Pensé que eso sería suficiente, pero me equivoqué.

—¿Los escritores? —repitió mi frase que, en sus labios, aunque tal vez también en los míos, sonaba, efectivamente, hueca—. Pero usted. Usted misma —insistió—. ¿Usted escribe como mujer?

Me reí. No pude evitarlo. (…)

—A veces —dije muy lentamente—. A veces —repetí, enfatizando, con toda lúdica intención, con la mente en otra parte, con el recuerdo incrustado en otro cuerpo, la intermitencia—. Yo también era A-Veces-Ella.

pp. 50-51

En La muerte me da, no obstante, Rivera Garza sí parece haber revisado su lista de lecturas, al presentar, al principio de cada bloque, y en algunos puntos señalados de la trama (en los anónimos, por ejemplo), citas pertenecientes a autorxs de variada adscripción epistémica y geopolítica, traducidxs anónimamente al español, con muy contadas excepciones en versión original, y sin referencias bibliográficas suficientes, como ya se ha dicho. Son estos, por tanto, ejemplos de intertextualidad externa a la trama, generalmente perteneciente a géneros distintos al narrativo, aunque no por ello discordantes. En el primer bloque, «Los hombres castrados», aparece una cita de Renata Salecl, académica eslovena afincada en Londres, que defiende, en línea con la cita ya comentada de Frankenstein, la mutilación, y más concretamente la castración, como requisito previo para la (pro-)creación y, en este caso, la existencia de las relaciones sexuales (p. 9). Se está sugiriendo, pues, que la categoría de «Otro», habitualmente otorgada a la mujer por el hombre, reside en dicha castración, y por tanto, quizá, que la otredad de las mujeres reside en su naturaleza de «hombres castrados». La traducción del fragmento al español, por otro lado, se ofrece sin autoría en una nota al pie. En el segundo bloque, «La viajera con el vaso vacío», se inserta el ya discutido pasaje de Cixous en inglés (p. 52), que tiene su eco al principio y al final de la novela. De nuevo, una traducción anónima al español se incluye en una nota al pie, que reproduce el estilo de citación de muchos países anglosajones por imitar la sección «Notas» de los artículos académicos mediante esta misma rúbrica. La intención de esta cita parece ser la de sugerir de nuevo una relación entre texto y muerte, así como el proceso de indagación en esta última que se produce a través del primero.

El tercer bloque, «La mente de la Detective», se abre con una cita en español, sin traducción ni referencias, de Vladimir Jankélévitch (p. 76), filósofo de origen eslavo nacido y afincado en Francia. De nuevo, encontramos una voz que, si bien masculina y dominante, acusa el efecto de rasgos transfronterizos y no hegemónicos. En el fragmento reproducido se discute el fallecimiento de un ser cercano como la única experiencia que el sujeto puede obtener en primera persona de la muerte. Esto parece contrastar con la selección al azar que Grildrig realiza de sus víctimas, a las cuales sobreviene, de acuerdo con la cita de Jankélévitch, «la muerte impersonal y anónima del fenómeno social» (p. 76). En esta novela, como tradicionalmente se ha hecho con la violencia de género en nuestras sociedades, la cosificación masculina pasa por trivializar el sexo como motivo de asesinato. Esto se expresa tanto a través del trato que reciben las víctimas por parte la Detective como mediante la banalización de sus cuerpos y personalidades por Grildrig. El cuarto bloque, «El anhelo de la prosa», contiene, como veremos en un momento, un artículo aparemente escrito por Rivera Garza, sobre la escritura de Alejandra Pizarnik (p. 135). En su introducción incluye, además de los datos identificativos del manuscrito, dos citas. La primera viene firmada por María Negroni, académica argentina que desarrolla su actividad universitaria en Estados Unidos, al igual que Rivera Garza. En ella, se vuelve a relacionar escritura con muerte y texto con cuerpo, metaforizando la disección lingüística a través del desmembramiento. La segunda, de la propia Pizarnik, ofrece una imagen onírica del «enmascaramiento» del sujeto femenino en la poesía, quizá relacionado con los sucesivos cambios de pseudónimo de Grildrig en cada uno de sus anónimos. De nuevo, no hay referencias bibliográficas. El quinto bloque, «Los verdaderos reportes de Valerio», viene precedido de un capítulo, «Coda» (cap. 55, p. 154), compuesto únicamente por una cita de Pizarnik, esta vez acompañada del título de su relato, La justa de los pompones (Pizarnik 2016)[11]: «-¿Quién habla? ¿Quién carajos habla?- dijo la decana levantando el auricular» [sic]. Con tan corta intervención de este personaje femenino se está logrando, no obstante, indicar, como vemos en toda la novela, la confusión entre identidades y voces que se produce en los textos. El bloque, por otro lado, lo introduce una cita de Salvador Elizondo, escritor y crítico mexicano. En ella se define la muerte como la espera de lo inesperable por parte de los cuerpos, retratando al resto de individuos casi como espectadores del hecho anacrónico de la violencia (p. 155). El tiempo, aquí, parece verse desafiado y perder su relevancia tradicional, algo que se observa no solo en los informes de Valerio, sino en toda la trama. En La muerte me da, es imposible conocer el orden de sucesión de los hechos, algo que Godard ya identificó como una estrategia de subversión en la narrativa feminista (En: Brossard 1986)[12].

El sexto bloque, titulado «Grildrig», comienza, por su parte, con dos citas, de Jonathan Swift y Alejandra Pizarnik, respectivamente (p. 185). El texto de Swift, traducido, de nuevo, en una nota al pie, es especialmente relevante, pues explica el origen del nombre «Grildrig», impuesto a la hija de un granjero en Los viajes de Gulliver (1726) por causa de sus reducidas dimensiones. Aquí, se relaciona con este término la voz inglesa mannikin, que, si bien se refiere a alguien de reducida estatura, también recuerda en su morfología a mannequin, que significa maniquí o modelo. Si se realiza la investigación etimológica que las feministas siempre han propugnado (Daly 1978, entre otras), encontramos una conexión fundamental de esta cita con la constante metáfora de la muñeca que reciben las mujeres asesinadas en muchas novelas de crimen y, en este caso, los hombres castrados. Mannequin debe su significado de modelo a que los primeros pases de moda de la historia se hacían con pequeñas muñecas, vestidas con miniaturas de los trajes de cada colección. El texto de Pizarnik, por su parte, sugiere algo similar, aunque con un tono íntimo y cariñoso, dedicado al yo: «Ganas de hacerme pequeña, sentarme en mi mano y cubrirme de besos». Finalmente, el séptimo bloque, «La muerte me da», que narra el origen de la novela que tenemos en nuestras manos, viene inaugurado por una reflexión de Caridad Atencio, poetisa cubana. En ella se reflexiona sobre los libros como productos hechos por y para uno mismo, como expresión del «viaje de la conciencia por un estado», enfatizando quizá lo mudable de las identidades creadoras, un aspecto crucial en la evolución de Grildrig, según sus propios anónimos indican.

Estas intertextualidades estratégicas de la autora, signo de la ya discutida transedición que lleva a cabo, son también muestra de la ruptura de fronteras entre géneros textuales. No obstante, otros ejemplos de este fenómeno merecen también nuestra atención. En cuanto a la mencionada inserción de fragmentos ajenos al género novelístico y, en particular, a la ficción de detectives, cabe destacar la inclusión, hacia la mitad de la obra, de un artículo académico sobre la propia Alejandra Pizarnik, cuya simulación de este género aporta una cantidad de datos de publicación casi innecesarios para una novela. Los particulares del envío del manuscrito, de la revista y de la autora (la propia Rivera Garza) se proveen al principio del bloque, imitando a las revistas académicas auténticas («El anhelo de la prosa», p. 135). Pese a su adscripción cartesiana al género ensayístico, este texto, que abarca los capítulos 52, 53 y 54 («¿De qué habla cuando habla de prosa?» y sucesivos), contempla la vida personal de la poetisa como determinante en su recorrido creativo, perspectiva novedosa en el tratamiento de literatas, dada la irrelevancia de la privacidad femenina para la epistemología patriarcal. Gracias a las acotaciones aclaratorias «(Capítulo primero)», «(Capítulo segundo)», «(Algo como una conclusión)», la autora dota a estos tres capítulos de una coherencia y una progresión temática propias, independientes del resto de la obra, pero también destruye, una vez más, las fronteras entre un género aséptico como el artículo de investigación y la novela. Son estas, nuevamente, marcas explícitas de transedición que la autora genera desde su rol creativo híbrido. Otro ejemplo relevante, ya comentado en detalle, se encuentra, efectivamente, en los respectivos informes de la Detective o de Valerio, así como en el conjunto de anónimos enviados por Grildrig a la escritora, pertenecientes al género epistolar y perfectamente autónomos con respecto al resto de la trama.

Finalmente, resulta importante reseñar la presencia, quizá reforzada por la transedición, de un metadiscurso narrativo, gracias al cual descubrimos que lo que estamos leyendo es en realidad una novela escrita y publicada dentro de la propia ficción de La muerte me da. Su edición, como descubrimos en el capítulo 77 («Ciertos lujos»), corre a cargo de Santiago Matías, un hombre, como todos los personajes pasivos y de alguna forma instrumentales de esta novela. Aquí, el editor explica cómo, años después de los sucesos, ha recibido y publicado el manuscrito de una novela basada en la oleada de crímenes, que no es sino la propia obra que tenemos en nuestras manos. Tras una larga investigación, entre la confusión de voces, nombres y géneros, las sospechas de autoría no recaen en Rivera Garza, sino, como se ha dicho más arriba, en la Periodista de la Nota Roja, que irrumpe en la trama con la intención explícita de escribir la novela, y a la cual el editor nunca ha visto en persona. El pseudónimo que aparece en el manuscrito, Anne Marie Bianco, ya comienza a investigarse en la narración cuando la Detective sospecha de este personaje, y es el punto de partida de toda una reconstrucción genealógica no solo del manuscrito, sino de sus antecedentes y de todos lxs posibles agentes implicadxs. Así, tras sortear las pistas falsas de autores masculinos que la Historia de la literatura va dejando, Santiago Matías termina por enunciar claramente una suerte de ética de su trabajo:

(…) Nunca supe su edad, su lugar de nacimiento. Nunca la vi callar o sonreír. Pero una pequeña editorial independiente puede darse ciertos lujos: éste, por ejemplo: publicar a una autora sin rostro en un mundo donde el rostro se ha convertido en una especie de dictadura. O éste otro: apostar por un texto, por un puro texto, por texto. Este libro está, pues, en lugar de ese encuentro [el encuentro con la escritora]. Es el texto que, sin rostro, se abre con la parsimonia de una pregunta, de un acertijo. A los lectores les corresponderá, si así lo deciden, construir ese rostro e implicarse, si fuera necesario, en ese enigma.

Santiago Matías, editor

Bonobos

p. 306

4. «Un puente de papel. Un puente hecho de texto»: Conclusiones (abiertas)

El título de estas conclusiones es una cita procedente de la obra analizada: «Un puente de papel. Un puente hecho de texto», oración que roza el oxímoron. A nuestro modo de ver, no hay nada más opuesto al texto que el papel. Contada por el patriarcado, la Historia de las relaciones humanas, en esencia una historia de la literatura y sus viajes, parece estar más hecha de papeles que de textos. De papeles que dramatizan las muchas vidas de los textos hasta el punto de sustituir y desintegrar a los que parecen viajar por rutas no hegemónicas. Con estas pilas trémulas de papeles se han hecho los puentes entre las demarcaciones artificiales de los estados, puentes que todos los días se derrumban ante nuestros ojos.

La voz texto, sin embargo, proviene del latín texere, «tejer», labor artística típicamente femenina y, por tanto, injustamente menospreciada, pero que metaforiza nuestra capacidad para encontrar afinidades más allá de las tiranías geopolíticas. La elección de dicha metáfora para la actividad discursiva feminista de las denominadas «transnacionalidades mínimas» (Lionnet y Shih 2005) supone que cualquier construcción del lenguaje genera un entramado con las muchas hilaturas que conforman las identidades sociales. Con frecuencia grupos muy distintos, vertidos por los sistemas patriarcales en los mismos encuadres de fronteras, han terminado por tejer los puentes textuales que, entreverados de las otredades de unxs y otrxs, han conseguido traducirlxs a ambxs. Es esta, para nosotras, la sublimación de la ya citada «interseccionalidad» (Hill Collins y Bilge 2016/2020). Numerosos son los intercambios traductores que, dada la relación irreal entre comunidades discursivas y estados, no implican operaciones lingüísticas, sino sociológicas o semióticas. En definitiva, y recurriendo de nuevo a la etimología, la traducción cobija tránsitos multilaterales, tolerados o promovidos por los grupos implicados, del capital de todo tipo con el que estos negocian. Es, efectivamente, un puente de texto o, más bien, de textos.

Así pues, todo género textual es fruto de las negociaciones, históricamente contextualizadas, entre grupos con identidades, intereses y realidades distintas que fijan patrones discursivos con diversos fines. No existe, pues, género textual que haya surgido aislado de otros entornos literarios, que no haya negociado las transferencias de capital social, lingüístico y epistémico con quienes, por razones que sobrepasan las tercas líneas de los mapas, son diferentes.

Mientras la única concepción de esa diferencia ha sido la geotextual del patriarcado, las políticas de transmisión han carecido de la transnacionalidad y transversalidad que caracterizan todo proceso interseccional de comprensión mutua, también llamado «traducción». En un mundo donde la cooperación ha sido desterrada, con las mujeres, al calor de las cocinas y las salas de labor, la búsqueda, por parte de estas, de regímenes de recepción recíproca, aun ardua y todavía en proceso, está mostrándose capaz de tejer, con textos inequívocamente suyos, los puentes que todxs necesitamos. Efectivamente, las mujeres hemos comprendido que el monólogo es estéril, al igual que la reutilización simple y llana de los patrones textuales legados. Juntxs estamos negociando otros nuevos, en los que quepan todxs.